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Los damnificados menos infelices de Sadam Husein

Refugiados kurdos se recuperan del éxodo

Juan Jesús Aznárez

Niños kurdos consumidos por el frío y las diarreas agonizaban en las montañas nevadas del Uludere. Ahora lloran menos y son otra vez niños en el campamento de refugiados de Habur, a cinco kilómetros de la frontera de Irak. Sus padres, hermanos y abuelos lamentan que la dieta diaria de arroz nunca se emparente con la carne. La mayoría reconoce que los momentos más duros han pasado. Son 7.000 kurdos que huyeron de Zaho y ahora pasan página a la larga travesía de un pueblo con historia y sin patria.

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Cincuenta médicos y otras tantas enfermeras atienden a esta población doliente, que se recupera poco a poco de un éxodo brutal y mortífero en la precaria comodidad de unas instalaciones, con alambradas y potentes focos, que habitualmente son utilizadas como área de descanso por los musulmanes que peregrinan hacia la Meca.En la localidad de Silopi, a tres kilómetros del campamento donde cerca de un millar de tiendas albergan a los damnificados menos infelices de Sadam Husein, los helicópteros del Ejército estadounidense han levantado en dos días una base de operaciones para abastecer a sus tropas y llevar alimentos a los campos de refugiados de Turquía e Irak.

"Estoy triste, pero mejor que en las montañas". Mushin Mustafá Omar, un técnico de 23 años, con las maneras y apariencia física de Errol Flynn, regresaría a Irak, si Estados Unidos "o los europeos" garantizasen el control de sus poblaciones. "Nunca con Sadam Husien", afirma. En una tienda de campaña y acompañado de la preceptiva taza de té y de siete familiares, Mustafá lamenta la suerte de su pueblo, y únicamente reclama un poco más de libertad y un suelo nacional.

El cielo es azul en Habur, y una temperatura suave y primaveral alivia los pasados rigores, pero no ahuyenta la tristeza en el rostro de los kurdos. En los campamentos sólo ríen los niños. Como el flautista de Hamelin, el fotógrafo de EL PAÍS recorre las calles de este poblado con la bulliciosa escolta de niños de tres, cuatro y poco más de un año, que riñen por el envoltorio multicolor de un rollo de película. Son niños que vuelven a jugar. Impecable en su chaqueta azul, pantalón gris marengo, corbata a lunares y gafas turbo, el director de la Media Luna Roja en la región, Gunag Hekirroj, director del campo, asegura que el Gobierno turco corre con los gastos e informa que se reparten tres comidas al día. La nueva ciudad crece por minutos, y las naves de lona blanca que podrán atender hasta 4.000 heridos son levantadas con rapidez y trasladadas a hombros hasta los definitivos emplazamientos.

Los refugiados se desayunan con gallegas, queso y olivas, almuerzan "arroz con carne", y se acuestan con una sopa de lentejas, menú con ligeras modificaciones. Diez cocinas de campaña humeando al aire libre condimentaban ayer la sopa comunitaria, y el agua de varias mangueras colaboraban en la preparación del guiso. Buscamos en las perolas la carne que el directivo de la Media Luna nos había anunciado y sobre cuya existencia nada sabe Ragda, de 27 años, madre de seis hijos, y nuevamente embarazada. "Hoy no toca carne", se dise ulpa una de las personas que atiende las perolas, más parecida a un mecánico que a un cocinero. Los 7.000 kurdos que habitan en un emplazamiento que recogerá a 20.000 aguardan pacientemente la hora de la comida. No hay alborotos o disputas en esta comunidad, en forzosa diáspora desde hace siglos.

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Los médicos y las enfermeras recetan pastillas y antibióticos contra las diarreas 3, brotes epidémicos, y en un pequeño dispensario de 30 camas se recuperan quienes más padecieron.

Hay algo de resentimiento contra las autoridades turcas. Nadie puede salir del campo ni tan siquiera para saludar a los familiares que durante horas aguardan a la puerta. Los soldados procuran hacer la vista gorda y nada dicen cuando observan el tráfico de personas y alimentos a través de los agujeros abiertos en las alambradas.

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