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El nacionalismo y los otros

En las postrimerías de la dictadura y los primeros años de la transición democrática tuvo lugar, con relación a Cataluña, un doble fenómeno que, visto en perspectiva histórica, cabe calificar de prodigioso: allende el Ebro, la cultura del antifranquismo español se tiñó de una actitud admirativa hacia Cataluña y simpatizante hacia sus reivindicaciones nacionales, la dinámica unitaria de la oposición catalana, el carácter abierto de su sociedad, la efervescencia editorial artística, periodística de Barcelona deslumbraron a gran parte de la "progresía " hispana .Paralelamente - y ese fue el segundo prodigio de los años setenta- en el interior de Cataluña , todos los matices del espectro antifranquista , y en especial su frondosa ala izquierda , asumían algunos , con fervor el neófito- los conceptos y valores básicos del nacionalismo; bajo el influjo y el prestigio de la Assemblea de Catalunya, la literatura política se llenó de invocaciones autodeterministas, de referencias al carácter plurinacional del Estado español -la palabra "España" había desaparecido del lenguaje democrático-, de discursos sobre el protagonismo de las fuerzas populares en la nueva etapa de reconstrucción nacional...

Una década larga después, tanto aquella percepción positiva del nacionalismo por parte de la opinión española más ilustrada, como esa cuasi unanimidad política interna en torno a una visión nacional del futuro de Cataluña parecen haber desaparecido. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha cambiado, el nacionalismo o sus ayer valedores y hoy adversarios? Puesto que la primera hipótesis tiene ya numerosos exégetas intentaré, por mi parte, desarrollar la segunda. La aproximación que una cierta élite intelectual y política "madrileña " para simplificar -hizo a la Cataluña del tardo-franquismo fue un contacto superficial, basado más en razones estéticas, en amistades personales, en el encanto de la gauche divine..., que el conocimiento de la diversidad social, de las tradiciones políticas, de las aspiraciones profundas del país al que pretendían comprender.

Así, para esas gentes cuyo antifranquismo no alcanzó a modificar la visión estatalista y castellanocéntrica de España, constatar que toda Cataluña no cabía entre las paredes de Bocaccio, y que el catalanismo consistía en algo más que los recitales de Raimon y la libertad de editar en la lengua propia, que le catalanismo era una exigencia de poder político, en el fondo una reclamación de soberanía, resultaron descubrimientos muy duros. Fue a partir de ellos, y sobre todo desde que esa generación alcanzó hacia 1982, la hegemonía pública, cuando empezaron a encontrar el nacionalismo catalán hosco y resentido, montaraz e insolidario, cuando comenzaron los periódicos lamentos sobre la supuesta metamorfosis de aquella Cataluña riente y light que creían haber conocido en esa otra huraña y esencialista que ahora caricaturizaban.

Banderín de enganche

De puertas adentro, la eufórica asunción del nacionalismo por parte de personas y organizaciones formadas en otros horizontes doctrinales se reveló pronto meramente coyuntural y táctica. El nacionalismo fue para muchos, mientras se desmoronaba la dictadura, un banderín de enganche político, un trampolín de cara a la conquista de la hegemonía en la zona del Estado que parecía más proclive a ello, un instrumento. Ahora bien, entre 1980 y 1982, las expectativas de alcanzar el poder que albergaban esos elementos variaron de escenario y, desde aquel momento, el nacionalismo se convirtió para ellos en una rémora, en un lastre del que -por decoro- no se podía abjurar in mediatamente, pero que había que ir soltando poco a poco.

Y en eso estamos. Con la particularidad de que, para legitimar su renuncia, a las epidérmicas convicciones de 15 años atrás, una serie de intelectuales se han sentido obligados a aguzar el ingenio en la tarea de presentar el nacionalismo catalán y sus expresiones políticas bajo una luz descalificadora y truculenta, como una amalgama de manipulación y victimismo, de mitología y atavismo.

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Sin embargo, el afán de autojustificación o la mala conciencia han obnubilado, en bastantes de esos analistas, el ejercicio de la función crítica hasta tal punto que quienes califican la conmemoración del Milenario de Cataluña de "ceremonia descabellada" asienten en silencio o aun participan, incensario en mano, en las colosales manifestaciones de triunfalismo que han sido y serán, respectivamente, el Bicentenario de Carlos III y el Quinto Centenario del Descubrimiento; y el mismo discurso "progresista" que considera el reciente homenaje a Companys o el próximo centenario de las Bases de Manresa expresiones de un historicismo enfermizo se extasía, en cambio, ante los actos -por otro lado plausibles y merecidos- en recuerdo de Julián Besteiro o de Manuel Azaña; y quien tilda de obsoleta la división comarcal catalana de 1936 no dice una palabra sobre la división provincial española de 7833, refrendacia por la Constitución vigente, que tiene entre otras la rara virtud de dar al voto de un ciudadano de Soria cinco o seis veces más peso político que al de uno de aquellos espíritus que se sienten heridos por el uso que hace TV-3 de la "Estado español" resisten sin daño, al parecer, la utilización ad nauseam, por parte de TVE, de giros como "el Gobierno de la Nación", "el estado de la Nación", etcétera.

Así, pues, desde el respeto a la diversidad ideológica, desde el gusto por el debate y desde el rechazo de la autocomplacencia, creo que conviene no dejarse impresionar por ciertas descalificaciones, tan solemnes en la forma como frágiles y sesgadas en la fundamentación. El nacionalismo, plural y democrático, es un importantísimo capital de futuro para Cataluña. A condición, naturalmente, de no creerse la caricatura que de él han hecho sus adversarios y de arrancar de raíz cualquier veleidad fundamentalista o conspirativa que pueda brotar en su seno.

J. B. Culla i Clarà es historiador y presidente de la Fundació Acta.

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