La Honda contra Poseidón
La idea de un Hipólito rockero, de chupa- negra, estrellándose con la moto después de una monumental bronca con su padre, no sé si es nueva en teatro -casi nada lo es-, pero es en principio buena; al fin y al cabo, Hipólito es la primera víctima de accidente de tráfico de la civilización occidental.Más complicado resulta casar esa brutal actualización, de la tragedia clásica con la expresión flamenca, cuya vocación nunca ha sido teatral y menos narrativa. No bastan una buena historia, un gran director, una bailaora mítica y sembrar el pánico en la sala con la Honda a toda marcha por el escenario para dar vida a la tragedia y repetir el éxito de Medea. La música -original de Enrique Moatruena con la percusión y unos coros vocales pretenciosos, la coreoarafía de Manuel Marín -que suele ser hábil y discreta en los espectáculos flamencos, como los Sueños flamencos de Cristina Hoyos- busca aquí una amplitud espacial, y lo que encuentra son formas que recuerdan a los coreógrafos soviéticos de provincias.
Espectáculo Fedra (basada en las obras de Eurípides, Séneca y Racine)
Coreografía: Manuel Marín. Música original: Enrique Morente. Escenografía: Andrea d'Odorico. Vestuario, guión y dirección: Miguel Narros. Intérpretes: Manuela Vargas (Fedra), Carmen Villa (el Ama), Diego Llori (Hipólito), Juan Quintero (Teseo). Teatro Albéniz, martes 9 de octubre.
A Manuela Vargas, desde el principio en un puro desgarro, no se le da apenas la oportunidad de bailar: su flamenco informalista y tan personal se convierte en retorcimiento monocorde; sólo en algún momento -su dúo con Teseo (el bailaor Juan Quintero), por ejemplo- adquiere fuerza el puro baile, pero no dura, porque hay que seguir con la historia. Hipólito (Diego Llori) está muy en el papel, pero al final se le agradece más lo bien que maneja la moto que su fuerza de carácter al rechazar a la madrastra o su zapateado, que de todas formas queda ahogado por la música.
Es posible que esta Fedra, en un gran escenario como el teatro romano de Mérida y al aire libre adquiera una dimensión dramática y conmueva. En el modesto Albéniz había un desajuste entre el estruendo de la música y la moto, el afán en todo momento evidente de grandiosidad y la modestia y las limitaciones del recinto, agravado por una gestualidad de expresión monótona -bronca tras bronca, acompañadas de zapateado para que quedase aún más claro- que sólo rompían las apariciones de Carmen Villa, el Ama de Fedra, siempre justa y matizada -en la expresión, y que, como Juan Quintero, se esforzaba por guardar al menos un estilo. El público guardó un minuto de silencio en memoria de José Luis Alonso, y aplaudió con entusiasmo.
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