La invención de la historia
No bien superado el trauma producido por leer en El País Estilo de 17 de junio la mención a "las legendarias hazañas de la División Azul", llega el artículo de Víctor Pérez Díaz, con su subrayada justificación del 18 de julio de 1936. A uicio del brillante sociólogo, la España que ahora alcanza su madurez democrática habría logrado superar el maniqueísmo propio de las visiones de derecha e izquierda en torno a la guerra civil, distribuyendo equitativamente las culpas entre las dos zonas y, por último, sobre la base de considerar la contienda como una "tragedia inevitable", edificaría hoy su propia buena conciencia. La escena se cierra de modo muy acorde con un artículo escrito en vísperas de la noche de San Juan, evocando la ceremonia de exorcizar los viejos demonios que "amenazaban nuestra vida cívica". Así, sin proponérselo, el autor enlaza con el conocido discurso sobre los demonios familiares a que solía acudir para justificarse el viejo dictador.En sus argumentos centrales, el planteamiento de V. Pérez Díaz no representa una sorpresa. Había antecedentes, como la reconstrucción conservadora que del franquismo hizo Stanley G. Payne, o el discurso críptico-imaginativo del también sociólogo Carlos Moya en torno a la formación del poder franquista. Ya se sabe, llegado el caso, el progreso del capitalismo se cimenta sobre un copioso derramamiento de sangre obrera, y nada mejor que la guerra civil para abrir paso a la intervención en la política económica de los gestores militares. Además, según advierte Payne, en la España republicana iba incluido el peligro de una hegemonía comunista. La consecuencia ahora extraída resulta lógica desde esos supuestos. Los dos bandos llevaban encima sus respectivas cargas, pero, eso sí, según Pérez Díaz, las de los republicanos eran mucho más definidas. Los militares sublevados se limitaron a ser injustos (sic), mientras en sus adversarios confluían, a modo de agentes de justificación, en sentido estricto, el radicalismo revolucionario y la incompetencia de la izquierda moderada. (Apostilla: difíilmente puede algo ser njusto si está justificado; por algo tienen ambos términos la misma raíz latina). Para acabar recayendo en la vieja jerga de las dos Españas.
No es difícil descubrir las raíces de este tipo de discurso. Es ya un lugar común admitir que cada momento histórico construye su propia visión del pasado, y el nuestro, de modo natural, tiende hacia la apología de los períodos de estabilidad. Hemos alcanzado las antípodas de los años sesenta. Especialmente a partir del derrumbamiento de la Europa del Este, ocupa el primer plano de la escena el tipo de organización social y económica capitalista que ha ido consolidándose a partir de los años veinte, tras una sucesión de convulsiones y amenazas cuyo referente casi mágico era la Revolución de Octubre de 1917. Disipado ahora éste, parece la hora de afirmar el reinado eterno del orden, el fin de la historia (algo que, paradójicamente, propusiera también el "socialismo real" en la era de Bréznev). Toda fuerza política o social que reconoce el conflicto, la explotación o la injusticia, en suma, impulsora del cambio, resulta desautorizada. Y esta desautorización lleva necesariamente a reescribir el pasado, no a inventarlo, en clave de orden social y liberalismo económico. No es de extrañar que, dada su posición respecto del sistema de poder, los científicos sociales tiendan a elaborar los esquemas que legitimen tanto la situación actual como su propia posición de relativo privilegio. Ello conduce a la elaboración de interpretaciones más o menos ocurrentes donde se intenta conciliar la profesión de fe democrática con los valores de orden manifestados en etapas pretéritas y difícilmente digeribles en sí mismos. Recordemos que, desde este ángulo, también los fascismos fueron, en países como Alemania, Italia o España, factores decisivos de estabilización del poder capitalista que hoy define al espacio económico europeo.
Un ejemplo de este tipo de construcciones que está al caer: la exaltación de Azaña como político que encarnaría en grado máximo las perspectivas de modernización en el primer tercio de siglo, casi un Azaña que, como el Gary Cooper de Pilar Miró, estaría en los cielos. Pero con un fracaso, por falta de soportes institucionales, que enlazaría con una respuesta positiva dada por el franquismo en la forma de creación de un Estado nacional desde el cual imponer la modernización y eliminar los estrangulamientos que llevaron a La velada de Benicarló.
Lo que ocurre es que una cosa es inventar la tradición, y otra, bien diferente, inventar la historia. Para que este tipo de esquemas encaje, es preciso que el enlace entre las distintas piezas no resulte en exceso forzado, o que no existan brechas demasiado visibles en la argumentación. El trabajo de V. Pérez Díaz no evita ni lo uno ni lo otro. Para empezar, es impresentable reducir a estas alturas el conflicto social y político español de los siglos XIX y XX a la lucha entre las dos Españas. Pudo haber un juego pendular entre arcaísmo y modernidad, un predominio de la España agraria y una industrialización focalizada, una acción política de las ciudades bloqueada por un medio atrasado, pero de ello salió un esquema mucho más complejo que la bipolaridad simple, aunque ésta sirva para el efecto fácil de diagnosticar hoy su superación. Hubo una España moderada, la España de Narváez de que habló Artola, hegemónica desde la década de 1840, que asentó una distribución del poder sumamente sólida cuya continuidad alcanza al franquismo, e incluso a las formas de poder actuales. Hubo también una España popular y obrera, con manifestaciones plurales y complejas. Una España periférica que se escinde en los nacionalismos. Y el residuo de la España del Antiguo Régimen, que encarnan carlistas e integristas, cuyo hilo rejo lleva a la fundamentación del régimen de Franco. La propia experiencia de fragmentación del espacio durante la guerra civil es la mejor muestra de lo inservible que resulta la referencia a las dos Españas para entender nuestro pasado.
Por lo demás, tampoco una visión de la guerra civil que sitúe con precisión al franquismo, rechazando la equidistancia de V. Pérez Díaz, representa de modo necesario una exaltación ingenua de las organizaciones de izquierda. Creo que precisamente la historiografía ha avanzado en esa dirección, deshaciendo mitos y militancias en las reconstrucciones de lo que fue la guerra, y corresponde a los medios de comunicación y al sistema de enseñanza transmitir hoy esa visión que nada tiene que ver con la rebaja general planteada por nuestro sociólogo. La primavera del Frente Popular pudo estar plagada de tensiones, pero Franco ya tenía pensado antes que había que emprender una "operación quirúrgica" a fondo para acabar con la izquierda. Tampoco las derechas monárquicas y sectores golpistas del Ejército esperaron a 1934 para conspirar y preparar sublevaciones como la Sanjurjada. Y, para terminar, la afirmación de que las clases medias y los campesinos estuvieron detrás de Franco es, cuando menos, una deformación radical de cuanto sabemos. Las clases medias urbanas votaron en buena medida al Frente Popular en febrero del 36 y, en cuanto a los campesinos -algo distinto de los terratenientes o de los "propietarios muy pobres" que para la España interior estudió J. J. Castillo-, adscribirlos sin más matices al franquismo constituye algo más que una inexactitud: pensemos en todos aquellos trabajadores del campo que fueron fusilados por los militares alzados.
En suma, cualquiera es libre de justificar a Mussolini, Hitler o Franco en sus respectivos golpes de Estado, pero entonces nadie debe asombrarse de que surja la calificación de perspectiva histórica neofascista, neonazi o neofranquista. A fin de cuentas, estamos muy cerca de ese otro 92 que es el centenario del dictador.
No es cuestión, en fin, de desmontar una a una las piezas centrales del discurso. Lo esencial es recordar que la tradición democrática no es nueva en España. Fue borrada por el franquismo, pero existió con fuerza antes de 1936. No hay que inventarla. Lo que Pérez Díaz llama "invención de la tradición democrática" se refiere a un "esfuerzo institucional", en sus propias palabras, que coincide con sus intenciones y que, en realidad, tiende a recuperar elementos conservadores, e incluso reaccionarios, de nuestra historia, y a borrar aquellos agentes de cambio histórico que pueden sugerir un papel positivo de las fuerzas sociales tendentes aún hoy a la transformación de la realidad española. Es Machado al servicio de figurones oficiales y sin tomas de posición políticas. Azaña sin Segunda República. Besteiro sin sindicalismo. Exaltación de la democracia frente al franquismo, pero olvido de aquellas organizaciones que efectivamente lucharon contra el dictador. Reconocimiento vergonzante en un Ortega cuyas frustraciones y derivas se hace necesario ocultar. Posiblemente, todo ello es funcional, como puede serlo homenajear a los sefardíes, olvidando la larga estela de persecución antisemita que marcó la España del Antiguo Régimen. Pero entonces dificilmente cabe hablar de "invención de la tradición". Se trata, pura y simplemente, de forjar un ideología conservadora, difícilmente conciliable con las perspectivas de racionalización de la conciencia social que corresponden a una democracia, y, sobre todo, agente de un desarme ideológico total frente a una eventual resurrección de la extrema derecha. Una cosa es que la democracia se haya forjado a partir de la conciliación, y otra, bien distinta, aceptar una equidistancia plagada de simplificaciones, donde desaparecen o resultan deformados los componentes centrales de nuestra tradición democrática.
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