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Paisaje después de la batalla

Hace poco, cuando por primera vez en mis 50 años de vida paseaba por las calles de París, no podía apartar de mi mente el comienzo del famoso cuento de Aleksandr Puskin sobre el zar Sultán y las tres doncellas que, respectivamente, le habían prometido, si se casaba con ellas, "preparar un banquete para todo el mundo", "tejer telas para todo el mundo" y "dar a luz un paladín al padre zar". Nuestro zar eligió a la tercera. Las otras dos, por lo visto, se fueron a Europa y allí obsequiaron a sus maridos y a los súbditos con su maravilloso arte. Nosotros, mientras tanto, seguimos criando al paladín...Pero he aquí la frontera. En mi mente sigo viendo los variopintos cuadros de la alegre abundancia parisiense o del sólido bienestar alemán, mientras mi maleta es revisada ya por un taciturno aduanero que mira ávidamente el fiambre o alguna otra cosa de bonito envoltorio. Entonces comprendes de repente y con angustia que has regresado a un país en el que efectivamente ha sucedido algo irreparable.

Después viene la cola de hora y media en la estación para el taxi y los chóferes que piden una suma astronómica, 10 veces mayor que la que marca el taxímetro. Los mostradores vacíos de las tiendas. La nieve medio derretida que nadie limpia en las calles. La iluminación opaca y un cansancio mortal reflejado en las caras. Es Moscú. Algo parecido viste en la infancia, después de la guerra contra Alemania, pero entonces, y esto es algo que recuerdas muy bien, la nieve la limpiaban con palas los innumerables porteros, y en los Ojos de la gente no se apagaba la esperanza nacida por la victoria alcanzada a un precio inconcebible.

Desertor desesperado

¿Qué sucedió? ¿Por qué en una sexta parte de la tierra que nos ha dado el Señor hay aldeas abandonadas? ¿Por qué no se ve en ninguna parte el mágico centelleo de los ordenadores ni la luz de pequeños cafés y bares? ¡Pero, qué cafés! ¿Por qué en las tiendas de comestibles cuando hay queso se vende una sola variedad? ¿El Alto Volta con misiles? La mente busca febrilmente una explicación a esta desgracia, y de pronto las extensiones de tu cerebro son cubiertas por el horrible paisaje de la zona de Chernobil; entonces la respuesta llega repentina y clara: el país perdió la tercera guerra mundial. ¿Qué importancia tiene que el golpe nuclear decisivo se lo haya infligido él mismo? Como dice una popular canción juvenil de rock, "según los últimos datos de la inteligencia militar, combatimos contra nosotros mismos". ¿No habrá sido un autofusilamiento? ¿El último refugio del desertor desesperado?

¿Quién y cuándo comenzó esta guerra? ¿Dónde se han dado sus principales batallas? Los futuros; historiadores deberán reflexionar mucho en esta campaña global de la segunda mitad del siglo XX, que comenzó sin declaración de guerra y terminó sin la firma de un acta de capitulación.

Personalmente pienso que la tercera guerra comenzó al día siguiente después de que terminara la segunda. Según una insistente versión Georgi Zhukov propuso seguir avanzando con sus divisiones en dirección oeste. Quizá si los norteamericanos no hubieran tenido la bomba atómica, Europa hubiera caído bajo las botas del tirano bigotudo. En todo caso, en cuanto también él tuvo en sus manos la bomba se produjo la conquista de Europa oriental, la primera batalla ganada en la nueva guerra.

No expondremos aquí el desarrollo ulterior de las acciones militares que duraron cuatro decenios. La guerra tuvo sus altibajos. Los frentes perdían sus claros contornos y, cual enloquecidos, pasaban de un continente a otro, surgiendo ya en Europa, ya en Nicaragua o Angola. Guerra extraña esta, en la que las armas de los adversarios y los métodos utilizados por ellos eran totalmente diferentes, como si una persona en una pelea utilizara una espada, y la otra, un garrote; o corno si una persona jugara al póquer con las cartas destapadas, y el otro, con las cartas cubiertas.

A los métodos tradicionales de guerra y al desarrollo económico normal se les opuso la estrategia de la demagogia social y las quintacolumnas del terror fanático y del chantaje del petróleo. La competencia en la perfección y cantidad de armas ocultaba la lucha mucho más profunda de los sistemas económicos y sociopolíticos. Es significativo que la derrota de la Unión Soviética ocurrió cuando alcanzó e incluso sobrepasó a Occidente en el campo de los armamentos, cuando obtuvo la ansiada paridad. El profesor norteamericano Paul Kennedy escribe: "Una gran organización militar puede parecer imponente ante los ojos de un observador impresionable, pero si no descansa en un fundamento sólido consistente en una productiva economía nacional, en el futuro le espera el riesgo de la ruina inevitable".

Hernia económica

Parece que nuestro paladín calculó mal sus fuerzas, y una enfermedad tras otra comenzó a azotar al gigante: la hernia económica, representada por el complejo de la industria militar, que se traga el 20% del producto nacional bruto; la enteritis tecnológica, en forma de la no asimilación de los logros del progreso científicotécnico; la lepra ideológica, que condujo al país a casi un total aislamiento en política exterior.

Por todas partes rodea ahora a nuestra potencia un mundo que tempestuosamente se desarrolla, se divierte, reflexiona, y ella, como en los tiempos de su nacimiento revolucionario, de nuevo se ve en un cerco capitalista, que ya no es tan peligroso por sus armas como por su riqueza y prosperidad, por su moneda fuerte y su software. No se puede conjurar este peligro con carros de combate, incluso si se tienen más que el resto de los países del mundo tomados en conjunto: 64.000. La comprensión de esta circunstancia, que iluminó incluso a un inamovible asesor en política exterior de todos los Gobiernos soviéticos -desde Breznev hasta Chernenko-, como es el académico Georgi Arbatov, se reflejó en estas palabras suyas: "Hay que pensar seriamente de dónde hoy viene el peligro real: de una invasión extranjera o de las crecientes dificultades económicas, que, si no vencemos esta tendencia, pueden paulatinamente empujarnos al grupo de los países subdesarrollados".

Los combates en la retaguardia que el Ejército soviético emprendió en esta última etapa de la guerra ya perdida contra un adversario que por su naturaleza era inalcanzable por las armas, debido a lo absurdo del enfrentamiento, adquirieron características de una farsa siniestra.

Después de ganar en 1968 la guerra de los escupitajos en Checoslovaquia, Breznev creyó en la infalible verdad de los carros de combate. En respuesta a la ofensiva afirmación de Carter -que quizá antes que otros comprendió que la tercera guerra mundial se acerca a un penoso desenlace para la Unión Soviética- de que la URSS ya no es una gran potencia, el mariscal, que no se convirtió en generalísimo sólo porque no podía pronunciar esta palabra, puso en la mesa su última carta: Afganistán. El vergonzoso resultado de esta guerra, la más larga en la historia de Rusia, no necesita de comentarios. Las lágrimas del presidente Carter, engañado por Breznev, se transformaron en lágrimas de cientos de miles de madres y padres soviéticos, y aunque directamente participó en la guerra sólo el 2,8% de la población de la URSS, en el noveno año la retirada de las tropas de Afganistán fue bienvenida y considerada como el principal acontecimiento del año por el 63% de los soviéticos.

En ello creo que radica lo específico de la derrota lograda. El país parece que está dispuesto a entregarse a la clemencia del vencedor, sin tener amargos sentimientos revanchistas. Es lo que testimonian las investigaciones sociológicas. Sólo el 2% de la población sigue pensando que la culpa de nuestras desgracias la tiene "la política de los países imperialistas". El 26% es partidario de una gran reducción del Ejército y de los gastos militares, y el 65% apoya los pasos moderados que Gorbachov ha emprendido en esta dirección. Por último algo completamente inconcebible algunos años atrás: el 69,5% declara que no tiene nada en contra de que la gente vaya a los países capitalistas a trabajar, y sólo el 26,5% se opone a ello.

Todo esto indica que se está produciendo un gran cambio en la mentalidad de la gente. Se ha desmoronado la psicología del asedio, y a la pregunta hecha por el académico Arbatov, la población da una respuesta clara: en 1989, el 72% consideraba la guerra poco probable, y sólo el 4%, posible; en cuanto a la catástrofe económica, las cifras fueron del 43% y del 24,5%, respectivamente.

Desintegración

Como corresponde cuando se pierde la guerra, nuestra potencia paga con territorios, dejando a su suerte o, más exactamente, entregándolos por fin a la voluntad de sus pueblos, a los países de Europa del Este. Al parecer, Moscú todavía trata de aplicar a sus propias repúblicas algo semejante a la doctrina Breznev, pero creo que esto es sólo la primera reacción impulsiva al comienzo del inevitable proceso de desintegración del último imperio del mundo.

De nuevo me parece que la población ve con más tranquilidad que las autoridades la idea de la salida de las repúblicas de la URSS. Sólo el 5,5% considera inadmisible discutir este tema en la Prensa y la televisión, y sólo el 21,5% declara estar preocupado por la situación de la población rusohablante en el Báltico (el 25% está poco preocupado y el 29% no sabe nada de este problema).

De lo dicho se desprende que el principal problema de la política actual es el de la estructura del mundo de posguerra. Es necesarlo abandonar los estereotipos que se formaron durante decenios de esc aramuzas y buscar nuevos caminos partiendo de una correlación de fuerzas completamente distinta en la arena internacional. Quizá nunca antes el mundo haya estado tan cerca de realizar el ideal wilsoniano de un orden mundial ilustrado, basado en principios liberales y en el respeto a las leyes. Pero para conseguir esta meta, las potencias vencedoras deben mostrar no sólo firmeza de principios, sino también magnanimidad y tacto.

Leonid Sedov es sociólogo, especlalista del Centro Nacional para el Estudio de la Opinión Pública de la URSS. Traducción: Rodrigo Fernández.

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