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Libertad en la sumisión

La Prensa no ha suministrado información sobre el tipo de rock que los norteamericanos aplicaron a todo volumen a la nunciatura en Panamá, y es lástima. Habida cuenta de la amplitud con la que los medios de comunicación utilizan el término, caben muchas posibilidades, y si se ha tratado de heayy, disco o acid pueden entenderse mejor las protestas ante la agresión sonora como una forma cruel e inusual de castigo, de las que veta expresamente la Constitución de Estados Unidos.También se entendería mejor la decisión final de Noriega de entregarse para que le juzguen en Miami, donde con seguridad va a salir malparado. Dos son las cosas que no se entienden. Una es la asombrosa confianza de este hombre en que, pese a todos sus desafíos, los norteamericanos no se atreverían a invadir Panamá en ningún caso (al menos eso es lo que ahora dicen algunos de los que le conocían bien). La otra es el turbado silencio con el que los países desarrollados han acogido la invasión, un silencio roto sólo por el escandaloso entusiasmo del Reino Unido y por el discreto voto en contra de España y Suecia en las Naciones Unidas.

Para evitar la invasión, Noriega podía confiar en tres factores: su carisma, el coste militar que la operación tendría para Estados Unidos y la condena internacional que provocaría un hecho semejante. Ahora se ve que ninguno de los factores era muy sólido. Noriega no había conservado el carisma de Torrijos (todo el mundo sabe que el carisma no se transmite) y, lo que es más grave, Bush no se parece en nada a Carter. En cuanto al coste militar, esta vez la operación estaba bien planeada y les ha salido barata a las tropas norteamericanas: Pocos muertos.

En estos días se han levantado voces preguntando por qué, si los nuevos regímenes del Este piden perdón por las intervenciones militares de sus antecesores, Estados Unidos no hace lo mismo por las suyas. La respuesta puede parecer terrible, pero es obvia: porque son intervenciones que han contado y cuentan con respaldo interior en la opinión pública. Las Malvinas dieron a Thatcher su segunda mayoría absoluta, y Granada no hizo el menor daño a Reagan. Cuando Vietnam se convirtió, en cambio, en una sangría interminable, la opinión pública se dividió y el Ejército norteamericano abandonó el país.

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La moraleja es dura: un régimen democrático no es garantía de comportamiento ético en el plano internacional. Que lo sea o no dependerá de la sabiduría de los gobernantes y de la ilustración de los gobernados. El hecho de que hoy Estados Unidos sea ya la única superpotencia, como señalaba recientemente Andrés Ortega, significa que un país que pretenda desafiarle abiertamente debe considerar cuidadosamente si está en condiciones de hacerlo, si puede contar con que una intervención norteamericana sería demasiado larga o sangrienta (para los norteamericanos, por supuesto) como para que la opinión pública la vetara. Pero la opinión pública interna. Pues con la presión internacional no se puede contar. Cuando Thatcher decidió recuperar las Malvinas, ya se comprobó que la solidaridad latinoamericana no bastaba para frenar una guerra, pero quedaba el consuelo de pensar que los países europeos podrían hacer más en una situación distinta. En las Malvinas, al fin y al cabo, fue la dictadura argentina la que inició el conflicto, por muchas razones jurídicas que pudieran avalar su reclamación, y quebrantando de forma clara el derecho internacional. Ahora, en Panamá, se trataba claramente de un asunto interno, y los principales países europeos han callado o han aplaudido mientras Estados Unidos quebrantaba el derecho internacional.

Para salvar la conciencia se puede recurrir a la catadura moral de Noriega, al falseamiento y anulación de las últimas elecciones o a la espiral de desmantelamiento de las instituciones del Estado de derecho en que se había embarcado. Mitterrand, en un curioso reflejo especular, sugirió recientemente la posibilidad de una intervención soviética en Rumanía para poner fin a las matanzas y crueldades de Ceaucescu. La sugerencia no debió de ser muy del agrado de Gorbachov (lo que le faltaba), pues él es muy consciente de que una intervención así tendría consecuencias imprevisibles en la propia Unión Soviética, donde puede que todavía no haya una democracia, pero ciertamente la opinión pública, por desarticulada y fragmentada que esté, se hace notar.

¿Por qué el silencio europeo? Se ha argumentado que por razones económicas o de seguridad, por temor a que Estados Unidos se vuelque hacia el Pacífico más de lo que ya lo ha hecho, a que retire sus tropas de Europa cuando aún quedan muchas incertidumbres sobre la evolución de los países del Este, y cosas así. Es muy posible que todos esos razonamientos hayan sido decisivos, pero probablemente hay un razonamiento adicional de realismo político de otro tipo, un secreto regocijo que ya fue perceptible durante la invasión de Granada y el bombardeo de Trípoli: eso es lo que el tipo se estaba buscando, y si ellos se atreven a dárselo, lo mejor es fingir un educado escándalo y callar.

Pensemos en la Kampuchea de la que sólo la invasión vietnamita detuvo el genocidio de Pol Pot, en la Angola que sin la intervención cubana se habría convertido en satélite de Suráfrica. Y pensemos sobre todo en la imagen de un Panamá que (según las imágenes que nos llegan) ha encontrado con regocijo la libertad interior a costa de aceptar la sumisión exterior. Parece evidente que hay una contradicción en nuestras conciencias al valorar hechos de este tipo: condenamos la intervención externa, pero vemos con cierto alivio sus resultados.

Es posible que, si no queremos limitarnos a escandalizar nos, de forma educada o agresiva, si queremos ir hacia un futuro en que estas cosas no pasen, tengamos que volver hacia el pasado, y nada menos que hasta el viejo Kant, resucitando el sueño del Gobierno constitucional mundial. Un Gobierno que tuviera tanto la capacidad de defender a los países pequeños de los más grandes como el poder de intervenir para evitar la implantación de dictaduras corruptas e inhumanas en cualquier país: un Gobierno democrático mundial.

Fracasó la Sociedad de Naciones, y no han sido excesivos los resultados positivos de las Naciones Unidas. Pero, una vez que la guerra fría parece haber terminado, la única esperanza de controlar a la superpotencia es una profunda reforma y revitalización de las Naciones Unidas, tratando de darle una fuerza cualitativa distinta y cuantitativamente superior. Naturalmente, puede que hablar de eso hoy sea puro idealismo. Pero si ser realistas es aceptar la perpetuación de regímenes intolerables y guardar un cauto silencio o manifestarse agresivamente ante su liquidación por una invasión exterior, quizá sea mejor, por una vez, ser idealistas.

Ludolfo Paramio es profesor de Sociología de la universidad Complutense. Director de la Fundación Pablo Iglesias.

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