La nueva guerra
EL GOBIERNO de Colombia está siendo obligado a luchar por su soberanía e independencia en dos frentes. Por un lado, los grandes cárteles colombianos productores y exportadores de cocaína le tienen declarada la guerra a todo el país. En medio de atentados y matanzas sin cuento, los delincuentes hicieron tambalearse al propio Estado cuando a finales del año pasado poco faltó para que impusieran la convocatoria de un referéndum sobre el mantenimiento de la política de extradición -fundamentalmente a Estados Unidos- de sus principales cabecillas, única arma que temen los narcotraficantes.A esta amenaza permanente del narcotráfico ha añadido ahora la suya el Gobierno de Washington, que, sin duda impulsado por el éxito de sus recientes operaciones en la zona, ha decidido enviar sus cañoneras a vigilar las costas colombianas para que no escape alijo alguno de droga, rumbo a EE UU. El portaaviones J. F. Kennedy, al frente de una flotilla que lleva a 8.000 soldados norteamericanos, se dispone a fondear cerca de la isla colombiana de San Andrés. Su misión, interceptar las operaciones aéreas del tráfico de cocaína.
La iniciativa ha sido acogida con escándalo en Colombia, en donde, mientras el presidente de la República dice desconocerla -lo que constituye un rotundo mentís a las afirmaciones de Washington de que se trata de una operación en la que cooperarán las autoridades de Bogotá-, otros medios políticos la califican de "antesala de la invasión". Aunque esta alarma sea algo exagerada si se considera el número de efectivos que fue necesario para invadir Panamá, una cosa es que el Gobierno colombiano tome la decisión de conceder la extradición de nacionales propios a una potencia extranjera (práctica que no es usual pero cuya imposición es perfectamente válida desde el punto de vista jurídico) y otra es permitir que tal potencia intervenga directamente en sus asuntos internos, limitando de hecho el ejercicio de su soberanía.
Ciertamente, la lucha contra el narcotráfico -un concepto relativamente reciente a causa de la dimensión multinacional del delito y de sus implicaciones financieras- puede hacer que se confundan los niveles más nítidos de la actividad exterior del Estado y que sus fronteras resulten inusitadamente permeables a la acción policial de otros, si no existe un exquisito respeto por las respectivas soberanías. En este sentido, no puede ignorarse lo que significa esta nueva demostración de fuerza, emprendida inmediatamente después de la violenta ocupación de Panamá. La operación militar de este último país fue un éxito, si se consideran exclusivamente los intereses de EE UU -desposeer de su silla a un tirano incómodo y establecer una democracia vigilada-, y un desastre para los de la región. Años de paciente reconstrucción y de milimétricos avances hacia la paz en Centroamérica y el ejercicio de la democracia soberana en toda Latinoamérica corren, en efecto, grave riesgo. La política de la cañonera y el palo, el "Aniérica para los americanos", retrotrae a aquel continente a las peores actividades de EE UU como gendarme.
Por otro lado, la verdadera guerra contra la plaga de la droga empieza por cuestionar los perniciosos efectos de su criminalización y también la liberación de los fondos ahora comprometidos en una lucha estéril para su empleo en campañas sociales mucho más eficaces. Causa asombro que mientras la droga circula libremente por el mundo, mientras detenciones, decomisos y operaciones policiales dan magro resultado, el Gobierno de Estados Unidos organice una operación de interceptación de aviones -como si el único camino de la droga fuera el espacio aéreo del Caribe- cuya eficacia depende de la cooperación de otro que dice ignorarla por completo. A no ser que lo que se pretenda sea una cosa bien distinta.
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