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Tribuna:FESTIVAL DE CINE DE LA HABANA
Tribuna
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El quinto centenario de la lágrima

Si una española pecaba, tenía que pagarlo con la muerte. No había otro final, salvo que la pecadora, profundamente arrepentida, ingresara en un convento. Moría Juanita Reiría en Lola la Piconera por enamorarse de un francés en plena guerra de la Independencia; moría Lola Flores en La danza de los deseos por tener relaciones con un señorito y prostituirse más tarde; moría Sara Montiel en El Último cuplé por haber tenido más de un novio; moría Paquita Rico en El balcón de la luna por tener relaciones con un delincuente... y así hasta un infinito etcétera.Era la moral del cine español clásico, que aun perdura en los seriales de la televisión. Fue también la moral del cine latinoamericano de los treinta y cuarenta, si bien en la mayoría de aquellos países la censura toleraba que el pecado fuera de más enjundia, o que la pecadora hiciera mejor sus instrumentos de tentación y caída. Pero el final era prácticamente el mismo. Moría Libertad Lamarque en El pecado de una madre por haber tenido su criatura sin matrimonio previo; moría María Félix en Pasión desnuda por no cuidar a su hija como Dios manda; moría Ninón Sevilla en Sensualidad por acostarse con un honesto y ejemplar Juez a quien hizo perder la cabeza, y así muchas más. Los censores mexicanos y argentinos condenaban también con el olvido, la pobreza, el remordimiento o el dolor, dejando la muerte para castigos mayores, pero, en cualquier caso, tampoco toleraban la impunidad.

Moralejas

De éste y otros temas referidos al cine de las décadas citadas se ha hablado en el último Festival de Cine de La Habana, en un seminario que tuvo como primer título El cine de lágrimas. Al margen de distintas teorías e informaciones sobre el esplendor cinematográfico de aquellos años frente al desierto actual de las salas se apuntó esta implacable y constante moraleja de las películas de entonces y de los seriales de ahora. Podría decirse que el cine español y el de los países de América Latina tenían ese extravagante punto en común.

De hecho, en los cuarenta y cincuenta, los actores principales eran tan conocidos en sus países de origen como en cualquier otro de habla hispana. Se puede recordar en este sentido a las citadas María Félix, Sara Montiel y Libertad Lamarque, pero también a Arturo de Córdova, Marga López, Jorge Mistral, Zully Moreno, Fernando Soler, Armando Calvo, Pedro Infante o Dolores del Río... En sus melodramas fueron dando ejemplo de virtud o de castigo a todas las mujeres de habla hispana. Era, claro está, un cine para mujeres. Ellas pecan; los hombres, no.

Pero este intercambio autoral y filosófico también se producía con las comedias de Cantinflas o Sandrini y con los musicales de Negrete. Una idéntica educacíón sentimental para todos. Podría establecerse una película única a partir de los detalles de todas, alternando actores y decorados, pero difícilmente los diálogos y la acción. No sólo contienen (contenían) mensajes similares, sino que sus esquemas argumentales se repetían. El pecado casi siempre era de la carne, y en ese campo la imaginación de la época tenía un límite casi mayor que el de ahora. La carne, bien entendido, como instrumento para destrozar la familia, el municipio y el sindicato, o sus equivalentes en las dictaduras de cualquier lugar. Sobre todo de la que nace del espíritu tridentino, que nos anegó a todos. El ejemplo era siempre el que convenía a la Iglesia católica, y, en ese sentido, el cine español fue más explícito puesto que llenó de curas y monsergas casi todas las películas de posguerra.

Educación sentimental

En La Habana, entre bromas, se habló de ello, considerando que esta común educación sentimental viene a ser el primer punto de encuentro entre nuestras culturas, tan distintas. Aún más: es posible que sea el único. A pesar de que al calor de las subvenciones del quinto centenario se quieran encontrar hermandades en cualquier tema, poco más allá de una misma forma de entender la culpabilidad y el sufrimiento hay como punto de coincidencia. A todos los varones nos dijeron que éste era una valle de lágrimas, y a todas las hembras les cantaron aquello de "niña Isabel ten cuidado: donde hay amor hay pecado".

Se habló en el Festival de La Habana de los orígenes de este género y de su estructura cambiante. De sus modelos de estrellas y de la realidad actual (trastocada: de usar y tirar) de los seriales televisivos, imitadores ahora de la imitación hecha por los norteamericanos. Y quedó, como resultado de tanto hablar, ese extraño saber del subdesarrollo de reconocerse en lo que no se ama.

Y fue, sin duda, un punto de reflexión para los cineastas de hoy, que quizá abandonaron demasiado pronto la cadencia de los géneros populares para incorporar otros de menos audiencia. Berlanga, por ejemplo, se preguntaba hace años si el rompimiento que impulsó en el cine español de los cincuenta no debió ser tan drástico y, en su lugar, ir carcomiendo desde dentro aquellas reaccionarias estructuras dramáticas, incorporando valores nuevos, puntos de vista más acordes con los nuevos tiempos.

Una pregunta tardía y probablemente inútil. No es ahora cuestión de nostalgias ni en el seminario de La Habana se planteaba así el tema. En los años sesenta se cambió ese género por un cine más reflexivo y crítico con la realidad de cada país. Se mandó el folletín al cubo de la basura, castigándolo, como a sus pecadoras, con la muerte y el olvido.

Pero es cierto que algo quedó entonces sin resolver. Se destruyó el género sin analizarlo, y ahora nos encontramos con la sorprendente evidencia de que en él y sólo en él nos parecemos los conquistadores y conquistados.

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