La invención de un lenguaje
En una de las primeras películas de Woody Allen, Bananas, un dictador latinoamericano, heredero y compendio de cada Tirano Banderas que hemos tenido en estas latitudes, decreta en un discurso, frente a su respectiva plaza de la Revolución o de la Contrarrevolución, que en adelante la lengua de su país será el sueco. Lengua oficial, se entiende, pero con un añadido perverso: en un régimen de esa especie la otra lengua, la tradicional o natural, se supone que ha dejado de existir. En el caso de la dictadura chilena, por lo menos en sus comienzos, la actitud frente a los lenguajes culturales no fue muy diferente. Se bombardeó el país con un discurso oficial que pretendía no dejar resquicios, con un sistema abrumador de imágenes comerciales, políticas, históricas-, y se relegó a las catacumbas el verdadero lenguaje creativo, el de la tradición y la invención.Esto no fue un proceso accidental, impremeditado, consecuencia inevitable de la lucha contra el allendismo o contra el marxismo-leninismo, como lo pretendió la propaganda. El Gobierno de Allende ya había sido minado por dentro por sus propios errores, ingenuidades y divisiones. Una vez que la situación estuvo madura, las fuerzas armadas, que habían esperado para intervenir con mucha más paciencia que sus aliados civiles, lo derribaron de un papirotazo. Pero detrás del golpe del 11 de septiembre de 1973 hubo dos facciones: una que deseaba terminar con la unidad popular, que interpretaba como una desviación histórica, un error, un exceso, y otra, que pretendía cancelar por lo menos medio siglo de historia democrática y fundiar un país nuevo, un país cuyos hábitos, cuyas formas de vida, cuyos lenguajes, para volver a la metáfora de Woody Allen, Iban a ser determinados por decreto o por bando militar. Aparecía en el cono sur de América Latina, de este modo, un voluntarismo de extrema derecha, acompañado de una visión fundacional de la sociedad, réplicas decididas, resueltas a todo, del voluntarismo y de las actitudes adánicas de la extrema izquierda. En este cua-
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La invencióndel lenguaje
Viene de la página anteriordro, el allendismo y el castrismo, al convertirse en amenazas cercanas, tangibles, contra el modo de vida chileno tradicional, habían funcionado como pretextos providenciales. En ninguna otra circunstancia habría sido posible poner en práctica un plan de suplantación completa y sistemática del pasado reciente. La facción extrema, suplantadora, fundacional, fue la que dominó en el régimen militar desde los primeros momentos. El país empezaría a comprender muy pronto que el golpe no sólo se había dado contra la unidad popular y su Gobierno de 1.000 días, sino también, y en cierto modo principalmente, contra el Chile de los últimos 50 años.
Sólo así es posible comprender algunas de las acciones del régimen en el campo de la cultura, llevadas a cabo desde un comienzo con notable decisión y coherencia. Había que suprimir de raíz el Chile de Allende y de Neruda, pero también había que terminar con el Chile de Eduardo Frei y de Gabriela Mistral, con el de Pedro Aguirre Cerda y el Frente Popular, con el de los teatros, la orquesta, el ballet universitarios, con el de la universidad Humanista y de los intelectuales y creadores más o menos protegidos. Para eso se implantó una censura estrictísima, desconocida en el país, desde el primer día; se quemaron libros en las calles a modo de advertencia y se decretó la intervención de las universidades. La presencia de personajes uniformados en la rectoría de Andrés Bello, de los Hermanos Amunategui, de tantos otros, fue un síntoma y una advertencia muy clara. No sólo se controlarían las escuelas profesionales, sino los teatros, el ballet, el Instituto de Extensión Musical, las editoriales y las revistas universitarias, las escuelas de temporada.
Cuando regresé por primera vez a Chile, a mediados de 1978, un personaje oficial, en una reunión más o menos pública, me explicó con toda seriedad que las quemas de libros de los primeros momentos habían sido consecuencia de acciones individuales de soldados "que tenían frío". La explicación, dada en un período en que todavía se.prolongaba el tiempo del silencio y de la sospecha, arrancó carcajadas que me parecieron saludables. Entonces no estaba tan claro, pero ahora sabemos perfectamente que nada ocurría por casualidad. No había acciones individuales, militares o civiles que no estuvieran debidamente calculadas, o por lo menos consideradas como posibilidad.
La cultura, en sus más variadas manifestaciones, se convirtió de inmediato, después del golpe de Estado, en una cultura de las catacumbas. Los -teatros universitarios, que en el pasado habían montado, con gran niovimiento escénico y un notable despliegue de recursos, obras de Pirandello, de Lope de Vega, de Bertolt Brecht, de William Shakespeare, de Eugene O'Neill, de Federico García Lorca y de Pablo Neruda, fueron suplantados por pequeños teatros disidentes, marginales, que actuaban bajo amenaza y que las autoridades privaban por sí y ante sí, cada cierto tiempo, del beneficio de la exención de impuestos. Los poetas y escritorse se convirtieron a la fuerza en maestros del arte del silencio, para citar una frase memorable utilizada por el cuentista soviético Isaac Babel en la década del treinta, en circunstancias inversas y relativamente simétricas. Recuerdo, por ejemplo, una lectura de poemas de Nicanor Parra en una plaza pública. El poeta, consumado actor, cambió una hoja y leyó un título: Soneto censurado. Guardó en seguida silencio durante el tiempo aproximado de la recitación de 14 versos. Estalló un vendaval de risas y aplausos, y todos supusimos que los soplones, los sapos infiltrados por todas partes, se habían quedado sin entender. Recuerdo un testimonio de Raúl Zurita, que era muy joven y que se ha dado a conocer en estos años. Zurita estuvo preso en un barco, ya que no lo protegía ninguna fama literaria, y al final, a medida que colocaban más detenidos en las bodegas, tenía que sostener un manuscrito de su poesía entre los dientes. Un oficial lo interrogaba porque suponía que ese legajo, lleno de espacios en blanco y palabras enigmáticas, era una clave política, instrucciones de Moscú o algo por el estilo. Llegó otro oficial más ilustrado y examinó el manuscrito: "¡Si esto es poesía.'", dijo, por fin, después de su minucioso examen, no encontró nada mejor que tirarlo al agua. ¡Era la crítica literaria del país nuevo!
Después de la etapa del silencio, de las catacumbas, la cultura ha pasado por una convalecencia más o menos larga y empieza a dar señales de salud, de vitalidad. Los pintores, los hombres de teatro, los poetas, los narradores, algunos columnistas de la prensa diaria, rescataron los lenguajes tradicionales, sumergidos, y a la vez inventaron lenguajes alusivos, metafóricos, burlescos, que erosionaron las bases del discurso del régimen. En la campaña del no para el plesbicito de octubre del año pasado, las imágenes televisivas, las que se pudo transmitir en la franja de 15 minutos diarios concedida a la oposición, tuvieron un efecto decisivo. Fueron más convincentes y demostraron a todo el mundo, después e 15 años de monopolio de los medios de masas, que el país real seguía siendo completamente diferente del país oficial. La facción extrema, la que se impuso después del golpe de Estado e intentó cancelar la historia del país, la que quiso iniciar una cultura nueva por decreto, empezó a quedar aislada, lo cual no implica, para nosotros, una vuelta pura y simple a una mixtificación del pasado, sino una revisión abierta, libre, pluralista, y unácrítica ejercida con todo el rigor de este fin de siglo. La dictadura quiso protegernos a la fuerza, con métodos que alguna vez pretendieron ser ilustrados y que casi siempre fueron bárbaros. La tarea nuestra, la de la cultura de Chile de hoy, es derribar todos los muros, los de Berlín y los de todas estas latitudes, e inventar grandes espacios de libertad. La experiencia de estos años nos ha dado fuerza y ha sido, a pesar de todo, un estímulo para la imaginación creadora.
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