La adorable pérfida
Bette, lo que son las cosas, y en pleno plebiscito plástico, ha sido un arcano expresivo oculto por el blanco y negro. La mirada eléctrica de Bette no concluye en las fotografías (la palabra lo dice, instantáneas), sino que revela un azul hipnótico y movedizo, casi halógeno, que convertirá en milésimas de segundo la puñalada por la espalda en desasosegantes cosquillas, y viceversa. Lo suyo fue siempre estar más allá del guión, y por eso al hormiguero de informadores y municipales que aguardó dos horas para testimoniar la sublime aparición le recorrió un caluroso escalofrío cuando Bette se puso a posar y posó su mirada láser. La perpetua coquetería en el punto en que ésta se reduce a confesar, ambigua, ochenta y tantos.Genio y figurín, Bette bió tras la ovación, y el acento gutural completaba el mito; y la sonrisa roja y enigmática se transfiguraba imperceptiblemente, y las pestañas subrayaban los ojos perversos de madrastra de Blancanieves y, al mismo tiempo, de Daisy, la novia del Pato Donald.
Las leyendas no pueden descuidarse, y Bette se trajo al María Cristina 40 maletas. Y exigió aí los colegas gráficos tres: metros de distancia y nada de disparos con el sol de cara. Hizo saber que se trataba de una persona culta, puntualización gratuita: es de dominio público su sentido del humor sibilino y sajón.
Cuidado con confundirme, venía a decir, con las guapas, las tontitas suicidas y las vedettes desteñidas. Para lo cual impuso una intérprete que tradujera sus palabras con exactitud pitágorica. La fama tiene sus límites crueles. Un paseante se acerca al corro y pregunta, mirándola y señalándola: "¿Quién es?".
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