"Nuestras cabezas están divididas"
Camboya, entre el fin de la invasión vietnamita y el fantasma de los 'jemeres rojos'
Sydney Schanberg ganó el Premio Pulitzer en 1976 por sus reportajes para The New York Times sobre la toma de poder de los jemeres rojos en Camboya. Su libro La muerte y vida de Dith Pran fue filmado con el título Los gritos del silencio. Este mes, mientras Vietnam prepara su retirada militar de Camboya, Schanberg regresó por primera vez desde 1975 para escribir sobre la actualidad del pueblo que inspiró su obra. Comenzamos a publicar hoy algunos de sus reportajes.
Phnom Penh. Si uno cierra los ojos un poco para nublar la visión, parece que nada ha cambiado desde aquellos días felices. Los niños sonríen cuando le ven. Las motos y los rickshas tirados por bicicletas se entremezclan en los bulevares anchos como bailarines expertos pero un poco borrachos. Hay mucha actividad en los mercados, abiertos desde el amanecer y con los puestos bien provistos de pescado, verduras, sarongs y cajas al estilo japonés que llegan por rutas legales e ilegales desde Singapur y Tailandia. Y le llegan a uno los olores de la Camboya lánguida: las flores del frangipani y jacaranda, el humo del fuego de leña para cocinar y el aroma de los grandes ríos que pasan alrededor de la ciudad. La última vez que vi Phnom Penh -hace 14 años, en el amanecer del 30 de abril de 1975- la ciudad estaba vacía; hasta de fantasmas. Yo estaba entre unos 500 extranjeros que iban a ser evacuados a Tailandia en un convoy de camiones militares por los jemeres rojos. No quedaba nadie en Phnom Penh aquella mañana gris.
Me parece importante recordar esa imagen de vacío al volver 14 años después y cuando se compara lo nuevo con lo viejo. Existen muchos fallos en lo nuevo, hay muchos problemas, muchas imperfecciones, pero los camboyanos -los jemeres- están mejor ahora que cuando empezó esta tragedia de guerra, hambre y genocidio, en 1970. Sus condiciones de vida son precarias, algunas veces miserables, pero la curva de la vida sube, no baja.
Ahora alguna que otra acera ha desaparecido. Los canalillos de las calles son malos. La pintura se descama y el estuco se erosiona en los edificios amarillos de estilo colonial francés. Los desagúes del agua de lluvia están obstruidos y las calles se inundan después de una lluvia leve. Ya hay luz y agua corriente, aunque todavía no se puede confiar en el abastecimiento. Fuera de Phnom Pehn, la mayor parte de las provincias sólo tienen luz eléctrica tres horas al día, normalmente de 18.30 a 21.30. En la mayoría de los casos el teléfono en las provincias es poco más que un recuerdo.
Sin embargo, la infraestructura es lo de menos en el legado de la época oscura. Las personas mayores difícilmente sobrevivieron al trabajo forzado, a las raciones de hambre, a las palizas y a las ejecuciones en masa. Hoy la mitad de la población de Camboya tiene 15 años o menos. Entre los mayores de 15 años, la mayor parte son mujeres. No faltan viudas y madres solteras. Los niños están desnutridos.
Pero más que nada, lo que no se ve es lo más elocuente. Y lo que no se ve son los ausentes. Millones de desaparecidos.
La película Los gritos del silencio, sobre el holocausto camboyano y producida en Occidente, tuvo una exhibición especial hace poco en un teatro gubernamental en Phnom Penh. Como yo participé en la película, me senté entre el público para sentir la reacción jemer.
Llevados a la fuerza
Mi vecino de butaca era Kan Pharidh, un estudiante de artes en la Universidad cuando los jemeres rojos tomaron Phnom Penh y la vaciaron. Él y su familia fueron llevados a la fuerza a la provincia de Pursat, en el noroeste. Como todas las personas evacuadas, fueron colocados en grupos de trabajo para trabajar en el campo y cavar canales de irrigación; de 12 a 15 horas de trabajo durísimo por día. Con el tiempo, los jemeres rojos y sus métodos acabaron con las vidas de sus tres hermanos y tres de sus hermanas. "Sólo me queda una", dijo.
Cuando acabó la película, Kan Pharidh me miró con cuidado, como si intentara introducir algo en mis pensamientos, y dijo una frase en voz baja antes de salir del teatro con su esposa.
Dijo: "No puedo; jamás me olvidaré de lo que ocurrió".
Algunos días doy vueltas por la ciudad visitando los sitios donde viví momentos que tengo grabados en la mente. Supongo que estoy buscando fantasmas que tal vez necesitan ser exorcizados. Pero lo que realmente espero es que algún viejo amigo camboyano salga de la sombra de un árbol y diga: "¡Hola!, estoy vivo, sobreviví!"
Doy un paseo hasta el hotel, de techos altos y tan agradable, donde la mayoría de los periodistas se quedaron entre 1970 y 1975 y donde yo tenía una habitación durante esos últimos dos años. El hotel -entonces llamado Le Phnom y ahora Samaki (Solidaridad) está completamente ocupado por organizaciones occidentales de ayuda, la Cruz Roja y varias agencias de la ONU
Bajo las escaleras y me doy una-vuelta por el patio de atrás del hotel. De repente me doy cuenta de que un hombre me está mirando fijamente. Se acerca. Esta atónito.
-¿El New York Times?, dice.
Respondo que sí, ya que era el periódico para el que trabajaba entonces.
-¿El cuarto 32?
Otra vez afirmativo.
-¿Se acuerda de mí? Soy Svay Ken. El criado del cuarto.
Le miro bien, con sus mejillas hundidas, el pelo canoso, y los dientes ya caídos, y en sus ojos animados veo al hombre que limpiaba el cuarto y lavaba mi ropa y que siempre sonreía incluso cuando le extrañaban los hábitos de los extranjeros.
Al reconocerle, se hincha y dice: "¿Ohhhhhhh?" en un suspiro largo, como si yo también hubiera vuelto de la muerte. Me estrecha las manos y las suyas tiemblan. Nos abrazamos.
Después de unos minutos se acuerda de algo más. "En aquel entonces", dice, y apunta con el dedo hacia atrás, al pasado, "me regaló un Bic". Y como aclaración me muestra su mechero.
Tristemente, no me acuerdo del regalo. Pero al día siguiente, cuando vuelvo al hotel, me ve y viene corriendo; aprieta su puño cerrado, y al abrirlo revela el mechero que yo le había regalado. Era un Zippo y no un Bic.
Esperanza en la ciudad
Tal vez sea un anhelo, pero la esperanza se está recobrando en esta ciudad. Es extraño que a pesar de la pobreza severa, la economía enfermiza, el servicio sanitario deficiente, una falta crónica de mano de obra especializada, como gerentes, profesores médicos e ingenieros, hay una especie de renacimiento social en Phnom Penh y en algunas capitales de provincia. La gente va al cine, compra televisiones, motocicletas, están arreglando y pintando sus casas y comercios, pasean el domingo con su mejor y más colorida ropa y suben a la noria que ha aparecido en la ribera del lago conocido como Boeung Kok, en la parte norte de la capital. Por primera vez desde 1970 llegan turistas. Muchos jóvenes asisten a clases particulares de inglés por las tardes por que apuestan por una Camboya que el mundo visitará.
No es sorprendente que exista más de una pizca de corrupción en el aire, y uno sospecha, y a veces se confirma, que los altos escalones del Gobierno y los oficiales del partido, mal pagados, aumentan sus ingresos al entrar en la planta baja de la nueva prosperidad. Sin embargo, el favoritismo y los sobornos, aunque en aumento, no están todavía a los niveles de los robos cometidos por los generales y las elites civiles en la época del presidente Lon Nol, que se enriqueció de una manera obscena de las ayudas norteamericanas. Será una prueba para el Gobierno de Hun Sen conseguir que el ciclo de excesos no se repita.
Otro factor que considerar en este nuevo ambiente de renovación es la esperanza generalizada en que beneficios considerables llegarán a Camboya cuando las últimas tropas vietnamitas (eran más o menos 200.000 en su momento de auge) vuelvan a casa a finales de septiembre. En este momento disfruta de un reconocimiento muy limitado, principalmente del bloque soviético y la India.
El ejército de los jemeres rojos está a la espera en sus bases en la selva, a lo largó de la frontera de Camboya, con Tailandia al oeste. Quizá sean unos 40.000 hombres hoy. Esta guerrilla ha resurgido después de su derrota por Vietnam hace 10 años, gracias a las ayudas generosas de su principal valedor, China, y a las ayudas indirectas de Washington y de Occidente como parte de la política de unir a Vietnam.
Muchas unidades de los jemeres rojos hacen incursiones por el campo y atacan a puestos fronterizos del Gobierno, destruyen puentes, secuestran y fusilan a jefes de los pueblos. En ciertas zonas han colocado minas por todas partes, matando y mutilando diariamente a soldados y campesinos. Es normal en este país ver a mancos y cojos.
Casi ninguna persona que haya observado a los jemeres rojos recientemente puede creer que su ideología o sus métodos hayan cambiado, aunque sus líderes intentan dar una nueva imagen en las negociaciones de la conferencia de París y en otros lugares. Los camboyanos prefieren creer la evidencia de las fosas comunes que se encuentran al lado de las carreteras y en los campos de arroz, como testimonio contra los jemeres rojos. Yo también.
¿Será que en 1945 nos hubiéramos permitido hablar de una manera tan tranquila sobre los nazis y las atrocidades que cometieron? ¿Será que lo aceptamos porque Camboya es un país pequeño y lejano con una cultura no europea, una cultura con la cual los países occidentales no se identifican y no sienten la necesidad de conservarla?
Mientras tanto, aquí en Phnom Penh, a pesar del optimismo y las nuevas fuerzas vitales que sienten, los jemeres cargan consigo y expresan el temor ante la posible vuelta al poder de los jemeres rojos.
"Yo le hablo como un ciudadano y no como un oficial del Gobierno", me dijo Tey Sambo, un superviviente que trabaja en el gabinete de prensa del Ministerio del Exterior. "Nuestras cabezas están divididas. Estamos preparados para aceptar la paz, la reconciliación, la ayuda internacional. Nos sentimos optimistas. Pero por otro lado también pensamos: ¿quién nos puede garantizar que los jemeres rojos no volverán? Todo lo que ocurrió en la época de los jemeres rojos está muy presente en nuestros pensamientos. Su brutalidad es la misma. Su carácter no cambia. Matan personas".
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