En vivo
Los toros marcan los hitos importantes en los días sanfermineros. A las ocho de la mañana dos cohetes señalan el comienzo de los encierros, y a las seis y media en punto de la tarde un clarín indica el comienzo de la corrida; señal más presentida que escuchada pues el griterío, los bombos y los cánticos en los tendidos de sol sólo permiten oír cánticos, bombos y griterío.No he querido dejar de presenciar ninguno de los dos eventos, decisión que me ha costado no pequeños sacrificios. Uno, el más doloroso, estrictamente orgánico, debido al madrugón; el otro, económico, pues tuve que apelar a la reventa para conseguir entrar en la plaza. Éste ya está saldado; el primero aún lo estoy pagando.
Del encierro y de la corrida todos tenemos puntual noticia por los cronistas que me acompañan en esta página, pero hice lo posible y casi lo imposible para presenciarlos en vivo, consciente de que si me los perdía tendría una versión muy precaria de estas fiestas. Cuando se trata de sucesos tan extraños, es necesario ver para creer.
A la gran mayoría de la gente que pulula por esta ciudad tales hitos le importan un pito, pero ello no es óbice para que ambos convoquen abigarradas muchedumbres. Por raro que parezca, son en cierto modo eventos de cariz juanramoniano, pues están dedicados a la inmensa minoría. Ya se sabe que en todas partes hay gente para todo, pero aquí muchísima más.Gracias a la cortesía de José Heredia Maya, el gitano más docto o el docto más gitano, hospedado en un hotel con balcón que da a la calle de la Estafeta, pude presenciar el encierro a salvo de apreturas y pisotones. La del alba sería, en mi opinión, y la calle estaba todavía desierta. Diez minutos antes de las ocho un grupo de valentones corría ya desaforadamente mirando con recelo hacia atrás, camino de la plaza de toros. Otros, con menos sentido de la prudencia, formaron un espeso tapón en el extremo de la calle. "Aquí va a pasar algo", pensé.
Y al fin pasó lo que tenía que pasar. Pasaron toros, cabestros y corredores a tal velocidad que apenas tuve tiempo para enterarme. Podría decirse que aquí no ha pasado nada, porque todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos; para mí, dado el estado de somnolencia en el que me encontraba, tan sólo en un penoso y estupefacto abrir de o.jos. Y sin ningún incidente -no me refiero ahora a mis oxidados párpados, sino a la exhalación callejera-, otro milagro que merece ser apuntado en el haber de San Fermín.
El regreso a pie al hotel me dio la oportunidad de admirar una Pamplona para mí inédita, recién regada, limpia de vidrios rotos y de pisoteados recipientes de plástico. Todavía algunos barrenderos se afanaban en terminar su ingente tarea. Todavía algunos borrachos, no se sí madrugadores o trasnochadores, se obstinaban en ponérselo más dificil todavía. En los espacios que habían dejado de ser césped, cuerpos herméticamente encerrados en sacos de dormir le daban a la ciudad el aspecto de un museo, sección de momias egipcias.
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