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Tribuna:LIBER 99
Tribuna
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Autores y editores, y el diablo verdadero

Con lágrimas en los ojos, el gran editor Siegfried Unseld, director durante décadas de Shurkamp, no tuvo más remedio al empezar su conocido libro sobre las relaciones entre autores y editores que citar la cruel frase de Goethe, furioso contra los libreros -que entonces eran los editores- de su tiempo: "Todos los libreros son hijos del diablo y para ellos tiene que haber un infierno especial". La frase no tiene desperdicio y es célebre por su contundencia, pero también resulta demasiado simple para ser de las mejores del gran genio de Weimar, que en esta ocasión descendió demasiado bajo de su Olimpo. Pues en verdad, cuando se trata el tema de las relaciones entre escritores y editores se suele caer con excesiva frecuencia en un maniqueísmo a todas luces insuficiente.En efecto, los antiguos dualismos religioso-metafísicos, los del Bien y el Mal, Dios y el Diablo, Cuerpo y Alma, Materia y Espíritu, que tanto juego y tanta guerra han dado a lo largo de los siglos, han venido a exacerbarse en la cultura del capitalismo avanzado, donde la competencia salvaje y desencadenada libera a los viejos fantasmas de sus tradicionales cadenas. Y así, si antes se solía considerar al escritor como el representante del bien supremo, y al editor como el del mal necesario, ahora las cosas no están tan claras, y es muy posible que todo tienda a confundirse en el altar -antes holocausto- del dinero y las listas de éxitos de venta.

Pues, en teoría, todo es muy sencillo: autor y editor quieren lo mismo, vender sus libros. Los problemas aparecen en la práctica cuando los criterios se confrontan. El autor quiere imponerse al mercado, y cuanto más autor es con las menores concesiones posibles. El editor -que no es el creador, con lo que suele sentirse menos comprometido con la obra que fábrica- desea sobre todo vender sus productos y cuanto más mejor, sin pararse demasiado en barras.

Cuando un escritor vende, el editor le tratará siempre con sus mejores maneras. Pero en el caso contrario todo se viene abajo, y el autor siempre se convertirá en un pozo de recriminaciones, se sentirá maltratado y postergado, y por lo general acusará a su editor de su falta de éxito público. Émile Zola aprendió en Hachette las técnicas del mercado y de la publicidad, pero las utilizó en su propio servicio. Robert Walser -cuenta Unseld- apenas vendía cutro o cinco ejemplares de sus libros, y Franz Kafka no llegó a vender dos o tres centenares de sus tres pequeños folletos que publicó en vida. Y, sin embargo, encontraron editores que creyeron en ellos, publicaron sus obras y al final ganaron la batalla. Las cosas, por tanto, no están tan claras. A los antiguos mecenas sucedieron los impresores, de la misma manera que Gutenberg arrasó con los monjes copistas. Entonces se dijo que se había acabado la época del libro bello. Pero también se dijo lo mismo en el XIX, cuando aparecieron las prensas rápidas y las linotipias. Mac Luhan, que en paz descanse, vaticinó después la muerte del libro para 1980, y ya vemos lo que ha sucedido. La industria editorial es frágil, tiene los pies de barro, pero crece sin parar.

Apóstoles

La industria editorial española goza de una gran tradición y sigue a flote en medio de toda suerte de huracanes. Hoy se publica más que nunca, y por tanto es más fácil publicar que antes. En la primera posguerra hubo apóstoles y premios heroicos, como los de Destino o la obra de José Janés, Luis de Caralt, Aguilar y así sucesivamente. Luego vino José Manuel Lara, dotado de mayor sentido comercial, y arrasó con Planeta. Carlos Barral dejaría su huella y Jaime Salinas la suya, y al final llegaron Jorge Herralde, Beatriz de Moura y así sucesivamente.

Cada editor, cuando de verdad lo es, crea su estilo, su imagen, y hasta a sus escritores, o al menos los nuclea y articula. A Juan Benet, por ejemplo, le costó Dios y ayuda publicar Volverás a Región y luego se peleó con quien lo editó, y sufrió lo suyo antes de desembocar en Alfaguara. Pero antes declaraba que el mejor editor que había tenido había sido Lara con El aire de un crimen: "Es un caballero", dijo uno de nuestros autores más difíciles y minoritarios, hoy ya en las listas de libros más vendidos. Sin Alfaguara no hubiera habido escuela leonesa, entre otras cosas, y sin Anagrama no hubiera resucitado Álvaro Pombo o Javier Tomeo, ni Mendicutti hubiera triunfado sin Tusquets, y sin Seix Barral nos hubiésemos quedado sin Antonio Muñoz Molina.

En fin, que el verdadero diablo no es el editor, ni el bueno es siempre el autor, que sigue pendiente el contrato tipo de edición, fuente de discusiones, y que frente al predominio de los vendedores los autores se refugian en manos de una nueva figura, la del agente literario, y aquí quien manda ya es Carmen Balcells. El verdadero diablo es la incultura, la falta de lectores, y en ese combate están todos comprometidos en el mismo bando, aunque a veces aparezcan tan enfrentados entre sí.

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