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Tribuna:
Tribuna
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Un tren sin vías

Los primeros comentarios que desde estas páginas se hicieron al ya sentenciado decreto Miró, junto al vaticinio de sus efectos reactivadores -financiación estable de películas y conversión del lado creativo en eje de su financiación-, que se cumplieron, hacían hincapié en tres peligros que llevaba dentro y que también se cumplieron. Para quien quiera recordarlos con detalle, ahí están esos comentarios, dispersos en una decena de números de este periódico en 1984 y 1985.Los tres peligros entonces enunciados eran los siguientes. El primero hacía referencia al exilio del riesgo, al exceso de comodidad que el decreto introducía en la lógica de la producción de los filmes, que tendería a meter en los sistemas de preproducción las facilidades de las líneas de menor resistencia, es decir, la tendencia a emplear el mayor volumen de dinero público posible y, lógicamente, a hacer que, en sentido inverso, disminuyera progresivamente la aportación de dinero privado.

El segundo era el peligro del intrusismo de producción. Al amparo de una disposición que adelantaba las subvenciones, era presumible que proliferaran los productores ocasionales que, apoyados en dinero público prestado a fondo perdido, hicieran su o sus películas sin crear industria y, por consiguiente, dispersando la producción en pequeños tinglados oportunistas.

Y un tercer peligro: conversión de la protección al cine en proteccionismo y arbitrismo, al no establecerse mecanismos objetivos fiables para la concesión de subvenciones. Al quedar éstas a merced de la discrecionalidad de la Administración, sin otra apoyatura que el dictamen de una comisión técnica no profesionalizada y no vinculante, la concesión de subvenciones se convertiría en un avispero, en un terreno resbaladizo que se prestaba a todo tipo de interpretaciones: unas falsas, motivadas por el despecho de los no subvencionados; y otras justas, originadas por los fracasos de las películas subvencionadas.

Autosubvenciones

Fue este peligro el primero que apareció y el primero que, por consiguiente, hubo que comentar desde los periódicos: en las primeras concesiones de subvenciones se dio el caso de que algunos miembros de la comisión consultiva resultaron beneficiados con subvenciones o, más exacta y crudamente, con autosubvenciones. Fue éste el principio de la conversión en hechos de esas tres amenazas potenciales, que poco a poco se fueron haciendo reales.

El decreto Miró tenía sentido cuando surgió, y negarle ahora el pan y la sal es injusto. Pero, amenazado por estos peligros, era evidente que había que complementarlo con otras medidas que sanearan un mercado tan deteriorado como el del cine. Aliviado este mercado de sus miserias endémicas y complementado el decreto Miró con otros que acentuaran sus aspectos positivos y neutralizaran los negativos, el porvenir del cine español podía encarrilarse. Pero, una vez promulgado, el Ministerio de Cultura se eximió de promover ni un solo texto legal más ni promover otros en otros departamentos. Y ese vacío legislativo y administrativo, imputable a la insensibilidad del ministro Solana y a la políticageneral del Gobierno ante los problemas del cine, supuso la sentencia de muerte por consunción de los efectos positivos del decreto. La primera piedra se convirtió en última, y el prometido edificio del cine no fue construido.

Cenizas

El decreto Semprún nace de las cenizas de su predecesor. Nada más conocerse ha expulsado dos de los aludidos peligros: el del exilio del riesgo y el del intrusismo en la producción. En efecto, hay constancia de que los productores natos ya están buscando fuentes de financiación privadas para sus futuras películas (otra cosa es que las encuentren de manera fluida y continuada, cosa poco menos que imposible dada la agudización del deterioro del mercado del cine) y de que algunos productores intrusos ya están en fuga, incluso en estampida.El decreto Semprún está encauzado en el camino lógico. Pero se encuentra ante el mismo dilema que su antecesor: por sí solo puede ser progresivamente carcomido por su aplicación, ya que reincide en el arbitrismo a la hora de conceder las ayudas e incluso lo acentúa en algunos aspectos hasta los límites del dirigismo. Sigue sin establecerse un canal objetivo (único posible: creación de una comisión técnica profesionafizada, con pocos miembros de reconocida solvencia e íntegramente dedicados al estudio de los proyectos de películas que aspiren a ser subvencionadas, lo que haría que sus decisiones fueran vinculantes por deducción automática de su prestigio) y, sobre todo, sigue sin proclamar su insuficiencia, en la medida que se le da vigencia sin que se hayan previamente puesto en marcha las medidas interdepartamentales (de otros ministerios o varios conjuntamente) que hagan posible su andadura.

Y de nuevo, como en 1984, nos encontramos ante la colocación de la primera piedra del edificio (a estas alturas todavía sin construir) del cine, sin que nada desmienta que otra vez estamos también ante la última piedra de ese edificio, que seguirá siendo el solar que hoy es si el decreto Semprún no se apoya en un decreto Barrionuevo, un decreto Solchaga, un decreto Corcuera, un decreto (o lo que sea) Solana (Luis) o, para aliviar este ridículo baile de nombres, una ley González, única que importa y nadie nombra.

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