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Las colinas del diablo

Julio Llamazares

Hay dos formas, al menos, de hacer desaparecer de nuestras vidas a los viejos fantasmas del pasado para que en el futuro no sigan molestándonos. La primera consiste en destruir directamente la película del tiempo, como si de una cinta antigua y ya pasada se tratara, para evitar que nadie pueda volver a proyectarla. La segunda, en ir amontonando los recuerdos, a medida que éstos se van desmoronando, para enterrarlos después en un lugar seguro donde jamás pueda volver a hallarlos nadie..La primera medida es, sin duda, la más eficaz; pero presenta inconvenientes y problemas cle importancia. La película de cada uno de nosotros ha sido vista normalmente por muchas más personas, e incluso a veces hay quien guarda copia de ella. Así que, por mucho que queramos y, por más que nosotros nos hayamos deshecho de la nuestra, siempre habrá en algún sitio alguien que todavía la conserva y continúa proyectándola y, como le sucede al amante con celos retroactivos que obliga al otro a destruir todas sus fotograflas personales (no logrando por ello, como es obvio, que, con las fotografías, desaparezca también de su memoria al mismo tiempo el recuerdo de las personas retratadas), estaremos condenados de por vida a que los viejos fantasmas del pasado continúen visitándonos. La segunda (la de enterrar los escombros del recuerdo y dejar que el musgo crezca sobre ellos) es mucho más imperfecta; pero, con el suficiente grado de cinismo y, la paciencia necesaria en estos casos, a la larga se convierte en la más válida. Todo consiste en ir sembrando nuestras vidas de lo que los alemanes llaman colinas del diablo.En las afueras de Berlín existen unos pequeños promontorios cubiertos de vegetación -y también, a veces, de radar- en los que los niños juegan en las tardes de verano y a los que, a falta de montañas, los berlineses acuden, cuando llega el invierno, para esquiar sobre la nieve que durante muchos meses sepulta las llanuras alemanas. En Berlín hay al menos 10 o 12, y el mayor de todos ellos, el célebre Teufelsberg, que se alza en el centro de Grünewald y ha dado nombre, con el suyo, a todos los demás (teufelsberg significa textualmente colina del diablo), mide 115 metros de altura y alberga ahora en su cumbre una estación de seguimiento americana. Esos pequeños promontorios forman hoy parte ya del paisaje cotidiano y habitual de la ciudad. Se alzan sobre los parques, entre los edificios y las copas de los árboles, como si desde el principio de los tiempos estuvieran ya allí formando parte activa del paisaje. Pero aunque la mayoría de los niños que en las tardes de verano juegan en torno a ellos no lo sepan -y los esquiadores que en invierno se deslizan por sus faldas prefieran no contárselo-, nadie puede olvidar que esos pequeños promontorios no son más que las ingentes cantidades de escombros y cascotes que al acabar la guerra, y con la mayoría de los hombres muertos o en la cárcel, las legendarias trüm' merfi-aum (mujeres desescombradoras) berlinesas, organizadas ,en hileras y en grupos de trabajo fueron amontonando en las afueras de la ciudad bombardeada con el fin de poder volver a levantarla.

La política española, como la propia historia del país, está llena de colinas del diablo. Basta echar un vistazo por el retrovisor de la memoria a nuestra historia para ver en la distancia, entre la niebla de los años, la interminable sucesión de extraños promontorios que jalonan y conforman el paisaje histórico de España. Extraños promontorios, cubiertos ya por la vegetación y el polvo de los años, bajo los que se ocultan los escombros ominosos de nuestros más oscuros y sangrientos episodios nacionales. Colinas del diablo de diferentes alturas y tamaños, algunas de las cuales, como la de la guerra civil o la del largo túnel con el franquismo, son auténticas montañas.

Pero no es necesario remontarse tan atrás para encontrar en el perfil del horizonte las siluetas ominosas de esas negras colinas del diablo. La transición política española, de la que vamos ya para los 15 años, está también sembrada de pequeños promontorios bajo los que nuestros políticos han ido sepultando los escombros de las viejas ideas e intenciones que, voluntariamente o no, interesadamente o no, pero, eso sí, traicionándonos a todos sin el menor escrúpulo cuando les hizo falta, han dejado en su camino hacia el poder o en los salones exclusi vos donde éste se bendice y, se consagra. Y no es precisamer te a la derecha donde,como cabría pensarse, uno puede encontrar más colinas del diablo La derecha española, siempre tan tradicional, siempre tan clásica, optó en su día por creer una vez más que todavía era posible borrar de la mernoria colectiva su pasado igual que con un trapo se borra un encerado (ya ves, en plena era del vídeo y la informática), cosechando en su osadía un

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rotundo descalabro y reviviendo desde entonces cada poco -con penosa y obstinada tozudez- el espectáculo de ver a Manuel Fraga, Martín Villa, Cabanillas, López Rodó, Fernando Suárez, Juan de Arespacochaga y demás tristes fantasmas del pasado recorrer los caminos de España tocando una campana como si de la Santa Compaña se tratara. Es a la izquierda, en el camino de la izquierda, donde, contra lo que cabría pensarse, uno puede encontrar más colinas del diablo.

Dejando a un lado al partido comunista, amenazado él mismo de derribo a poco que sus viejos dirigentes lo sigan intentando, resultará, además, que la gran mayoría de esas colinas del diablo pertenecen al partido que gobierna el país desde hace ya más de seis años. Colinas que sepultan los escombros de los grandes derribos que emprendieron, apenas llegados al poder, para modernizar España, y los cascotes producidos por las grandes refórmas ideológicas que, paralelamente, y para ello, han tenido que ir haciendo dentro y fuera de su casa. La primera -y la más grande- es ya anterior a la conquista efectiva del poder y oculta los escombros del marxismo, al que el partido socialista renunció en aquel congreso bumerán en el que Felipe González se ofreció en sacrificio para resucitar al tercer día y guiar a sus huestes por la tranquila senda de la socialdemocracia. Las demás son producto de aquélla y tienen todas nombres propios, algunos tan sonoros como Sagunto, la OTAN o Rlaño. Ahora mismo, en estos días, hay quien-pretende en el Gobierno levantar otra colina con los escombros de UGT. No lo conseguirán. Pero si un día lo lograran, que nadie dude que veríamos a muchos altos cargos socialistas, con Txiki a la cabeza, esquiar alegremente sobre los restos del cadáver del que siempre llamaron su sindicato hermano.

Lo malo de las colinas del diablo es que, aunque la vegetación y el polvo se espese poco a poco sobre ellas con los años, siempre habrá quien recuerde, como ocurre en Berlín, lo que bajo la vegetación y el polvo hay sepultado.

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