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Elecciones en el club

Alfonso Armada

La tarde era invernal, pero tibia. Los altos ventanales de la Real Academia Española, el selecto club de la calle de Felipe IV, 4, derrochaban luz erudita.César, el ujier cojo de la institución, seguía haciendo valer su autoridad. Por encima de eventos, elecciones, directores que vienen y van, él sabe hacer ver como nadie a los no académicos cuál es la puerta de servicio que deben emplear para penetrar en la casa. Ver a César enfundado en su uniforme, acudiendo solícito a los timbrazos de sus señorías y disuadiendo a los periodistas de que no lleven más allá de lo conveniente su insaciable curiosidad, es ver que al menos hay formas que se mantienen pese al viento de secularización y al relajo de las costumbres que arrasa los antiguos salones.

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Ayer, 15 minutos antes de la hora prevista para la deliberación final, los académicos departían amigablemente en un salón espacioso y sobrio. Era gozoso verles dar cuenta de su tentempié, un piscolabis antes de la elección de su máxima cabeza. Parecía un guateque de promoción. Hombres duchos en la lengua, de sonrisa afable, encorbatados, contenidos. Manuel Alvar y Fernando Lázaro Carreter, en aquel momento sólo cabezas favoritas, mantenían las distancias amables, rodeados de sus pares.

Fernando Lázaro Carreter rechazó tajantemente, antes de comenzar el debate final, cualquier tipo de declaración. "¿Qué le pediría al nuevo director de la Academia?", se atrevió a proponerle un incauto. "No pienso decir una sola palabra al respecto". Y se despidió con firme cordialidad. Era el tono general.

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