La responsabilidad del lector
Eco intentó disculpar al artista abriendo la obra a lecturas de toda laya. Barthes decretó, para serenar conciencias culpables, la inocencia esencial del texto. Pero todos sabemos que no hay creación que no exprese una determinada concepción del inundo, y que no hay expresión del conocimiento que no implique por entero a quien la genera.Paul Nizan, en 1932, con la sencillez reductora que siempre permite el escribir en prensa de partido, decretaba que "todo arte es propaganda". Asumía para su posición una idea que, en su momento, habían hecho propia César y Octavio, y más tarde, los conciliares de Trento. Además confirmaba, reiteraba y difundía el pensamiento de su contemporáneo Zdanov, y abría el camino a la noción de compromiso que, a partir de Sartre, ganaría la conciencia de la izquierda occidental.
Goebbels, el gran mago de la radio, tan absolutamente fascinado por las técnicas de la moderna publicidad que llevó la utilización de eslóganes hasta las mismísimas puertas de los campos de concentración ("El trabajo os hará libres", podían leer los prisioneros en el frontis de la entrada a su destino), tenía tan grande conciencia de los vínculos entre arte y propaganda que hasta perpetró una novelita aria edificante, Michael, un texto con muchas menos virtudes estéticas que las acuarelas de su amigo Adolf Hitler, que los escritos teatrales de Carol Wojtila y que los poemas de Ernesto Guevara.
La insistencia desde el poder -y desde el poder alternativo al poder, las direcciones revolucionarias institucionalizadas- en consignas recalcitrantes sobre la utilización del arte, insistencia reiterada a lo largo de toda la historia de la humanidad, ha abierto el paso a la noción opuesta, la de un arte aséptico, independiente de las condiciones de su producción.
Neutralidad
La idea actual de la excepcional neutralidad del arte, la idea de un arte situado más allá de las ideologías, más allá del bien y, del mal -es decir, libre de las trabas de la moral social-, más allá de sus contenidos implícitos o explícitos, susceptibles de ser considerados únicamente en función de una estética tenida por objetiva, libre a su vez de las fluctuaciones del gusto, nació como argumento de abogados en las defensas de Baudelaire y de Flaubert en sendos procesos por escándalo tras la publicación, respectivamente, de Las flores del mal y de Madame Bovary, y prosperó a la sombra de una necesidad cierta de independizar la creación de toda forma de poder.
En el caso de T. S. Eliot, un buen número de lectores oculta bajo la teoría de la separabilidad perfecta de arte e ideología una acusación de esquizofrenia y una grave verguenza, la que sienten por admirar al poeta del que se sabe que fue antisemita y compartió visiones de la realidad con su amigo Ezra Pound, de reconocida y consecuente trayectoria fascista.
Pound no era un esquizofrénico. No era mister Hyde en política y el doctor Jeky11 a la hora de la poesía. Era el mismo hombre en las dos circunstancias. El político está presente en su poesía. Negarlo equivale a negar los vínculos entre nostalgia y pasado, entre poesía y tiempo. (¿Cabría arriesgar que para el poeta Eliot la política haya sido una explicación más de su conocimiento del tiempo?).
Tampoco es bueno experimentar culpa por el pensamiento de un individuo al que se admira. Cuando preguntaron a Malraux por qué había acudido al entierro del que fuera su amigo personal y enemigo político Drleu la Rochelle, respondió: "Drieu luchó por Francia". Era a la vez un reconocimiento de sus diferencias y un homenaje.
Admirar y oponerse a un tiempo parece ejercicio difícil, pero es tal vez la menor de las responsabilidades de un lector inteligente de poesía.
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