Lo que no fue Giménez Caballero
Viajábamos en un avión hacia la Alemania de la posguerra; Ernesto Giménez Caballero, en el asiento junto al pasillo -no quería mirar por la ventanilla: le daba miedo-, dormitaba por el exceso de tranquilizantes. Entre sueños, murmuró: "¿Cómo no habré sido yo ministro?". Se lo dije cuando despertó: "Es cierto, es cierto... No lo he entendido nunca. Franco me llamó un día, durante una recepción en Lisboa, y me preguntó: 'Ernesto, ¿usted nunca ha sido ministro?". "No, mi general". Y entonces Franco dijo: '¿Y por qué habrá sido eso, Ernesto?" Luego siguió hablando con otras personas, pero a rni me dejó con esa preocupación, que me asalta en sueños. ¿Por qué no habré sido yo ministro? Ya ves, Rafael [Sánchez Mazas] sí lo ha sido y yo no...". Gimenez Caballero había sido embajador en un país poco brillante, había tenido algunas misiones diplomáticas; pero no ministro. Cuando aterrizamos, alguien nos enseñó un periódico -el Frankfurter AlIgemeine Zeitung- cuyo editorial estaba titulado Otra vez nazis en Francfort: se refería a Giménez Caballero. Quizá era la respuesta de por qué no había sido minístro, y por qué no lo sería nunca. Comprometía demasiado. Como nazi, su más brillante idea había sido la propuesta oficial a Hitler de que se casara con Pilar Primo de Rivera para fundar una gran dinastía, donde lo germánico se uniese a lo mediterráneo para dominar el mundo durante miles de años. A Franco no le gustó mucho la idea.Pero Ernesto Cjiménez Caballero era más fascista que nazi; amaba la romanidad, y creía que Roma lo era todo en la historia y en la vida. Discutía de ello con Eugenio Montes, para quien Roma era la gran traidora, la gran tergíversadora de la pureza; quizá por ello la amaba tanto, de una manera que podría decirse más golfa: como se ama a una mujer fatal, a una perdida. Roma, decía Eugenio Montes, tomó el cristianismo y lo transformó en la Iglesia y el Vaticano; se incorporó al nazismo, y lo volvió también caricatura, farsa, indumentaria, ritualidad... Por esas cosas el régimen no quería a los intelectuales propios (a los otros..., ya se sabe lo que hizo con los otros), y el socarrón general les gastaba estas bromas que les agitaban los sueños ("Ernesto, ¿por qué no habrá sido usted ministro?"). En realidad, Ernesto Giménez Caballero era peligroso políticamente, porque precedía a las pretensiones de llevar la imaginación al poder. Era un lenguajista. Era capaz de devanar el nombre de Eva María Duarte de Perón para convertirlo en. Ave María y engranar una oración, causando un inmenso escalofrío de horror en los católicos, que aceptaban el trigo que les mandaba la Perona -como la llamaban ellos-, y coqueteaban con ella, pero nada más. Como decía Bergamín, católico, de los comunistas: "Les acompañaré hasta la muerte, pero ni un paso Más Allá". Ernesto Giménez Caballero siempre daba el paso de más. Hubo un tiempo en que los dos, Bergamín y Cjiménez Caballero, eran los dos lenguajistas más brillantes de su tiempo, salidos los dos del árbol de palabras encontradas y contrapuestas que fue Unamuno, al que desbordaron por la vía del surrealismo: Bergamín, en la revista Cruz y Raya; Ernesto, en La Gaceta Literaria. Los surrealistas -Buñuel, claro, con el que se escribía a diario en alguna época, y Lorca, y Dalí...- creían más en Ernesto porque estaba más loco; como si tuviera una locura natural que le llevaba a sus extremos literarios, mientras la de Bergamín no era tal locura, sino una forma de razonamiento por la palabra, una busca externa de la paradoja que luego se convertía en arquitectura demasiado sólida.
La 'Gaceta'
La importancia de la Gaceta en la vida intelectual española de la preguerra fue decisiva como intercomunic ación, como coagulación, sobre todo en los primeros momentos, cuando aún muchos no tenían muy clara su decisión entre fascismo y comunismo. Años más tarde, viajábamos en un incierto camino fronterizo de la zona de ocupación americana en Alemania, y Giménez Caballero se preocupó seriamente por la posibilidad de que nos perdiésemos y entrásemos en la zona soviética. "Claro que", añadió inmediatamente, "a mí me respetarían en cuanto me diese a conocer. Muchas cosas de la Falange las tomamos de ellos, incluso la camisa azul, que fue un invento comunista que nosotros adoptamos como homenaje. Y una gran parte del vocabulario, de los himnos, de los puntos fundacionales... Eran también una gran gente, y salían del mismo tronco intelectual que nosotros...".
A medida que el camino se clarificaba y nos adentrábamos mas en la zona americana, el entusiasmo de Ernesto por los comunistas iba disminuyendo hasta llegar a la conclusión de que, después de todo, eran unos forajidos. Es difícil decir de él que mentía: surrealizaba. Conducía a las palabras a la situación que provisionalmente le convenía. Evidentemente, no podía ser ministro ni siquiera de Franco, que los tuvo realmente increíbles.
La virtualidad de su adscripción a la generación del 27 desde su ultraderecha, la capacidad de escribir un lenguaje lleno de hallazgos, sus locuras espontáneas, debieron ser los que a principios de la democracia hicieron que algunos jóvenes se acercaran a él para rescatarle. Aunque algunos de sus libros eran impresentables - Yo, inspector de alcantarillas; Amor a la Argentina, Amor a Cataluña...-, quedaba de él una magia literaria y una irracionalidad en el diálogo. El fervor duró poco: algunas comparecencias en debates de televisión y de radio -los destrozaba con sus intervenciones insospechadas, con sus paradojas sin sentido real-, algunos artículos, y se le pasó la nueva moda. También se le fue comiendo la edad, con la interrogante de por qué un régimen por el cual se había jugado la generación, el respeto, el afecto, por el cual había dejado de ser tantas cosas que sus compañeros fueron, ni siquiera le había premiado con algo tan poco importante como un ministerio. "En cambio, a Rafael...".
Babelia
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