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Ver a Macondo

Durante muchos años, desde su época, en los primeros años cincuenta, de crítico de películas en el periódico El Espectador, de Bogotá, Gabriel García Márquez ha mantenido un largo y casi siempre frustrado idilio con el cine, un arte que siempre le deslumbró y que, ajuicio de muchos estudiosos de su obra, influyó, al menos en sus comienzos.Intervino García Márquez en películas, hizo un curso en el Centro Sperimentale de Roma, escribió guiones en México y Bogotá, y sus relatos cortos no ocultan, por la disposición de su argumento y por su estilo visual, su deuda directa a su amor por el cine.

Esta deuda se mantiene en las obras de madurez del novelista colombiano. Sus obras invitan al lector a seguir sus períodos como si éstos tuvieran dentro -y lo tienen- un hilo de conducción de tído secuencial: una impetuosa sucesión de imágenes que conducen a un mundo cuyo movimiento se hace visible mientras se lee.

Este rasgo de su narrativa ha tentado a algunos cineastas a traducirla al lenguaje de la pantalla, pero estas tentativas no han dado frutos dignos del pretexto. La Eréndira de Ruy Guerra es una película fallida, y más lo es la penosa adaptación de Francesco Rosi de Crónica de una muerte anunciada. Ni en un caso ni en otro se vio a Macondo, sino a una sombra muerta de esta legendaria región imaginaria.

Pero Guerra, por discutible que sea su nueva incursión en García Márquez, parece por fin haber visualizado a un Macondo creíble en Fábula de la bella palomera. Quedan por ver las incursiones de los otros cinco filmes de esta serie, más el realizado por el argentino Fernando Birri de Un hombre muy viejo con alas enormes. Mientras tanto, gracias a Guerra, el idilio del novelista con el cine alcanzó su primer instante de plenitud.

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