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Pocas esperanzas de paz

Jorge G. Castañeda

Al concluir un año más de la interminable crisis centroamericana nada permite esperar un desenlace feliz, o siquiera un tenue avance hacia el término de un conjunto de guerras que han devastado una región entera. La esperanza que suscitó el acuerdo de Esquipulas 2, firmado en agosto de este año sin haber sido del todo anulada, parece toparse con la terca realidad de los intereses geopolíticos defendidos por el agonizante mandato de Ronald Reagan.Son tres los enigmas que perduran en Centroamérica hoy y de cuya solución depende el que posiblemente comience a revertirse la desolación guerrera que caracteriza por ahora a ese rincón de las Américas. La incómoda responsabilidad de calificar, las verdaderas razones de la ansiosa búsqueda de la paz y la politización de la guerra son los nombres crípticos de los tres acertijos que determinan en este momento la realidad política, militar y diplomática del istmo.El problema es sencillo: si se piensa -acertadamente- que lo esencial de la guerra centroamericana proviene del apoyo y de la ayuda de Estados Unidos a la contrarrevolución nicaragüense, de allí se deduce que la paz depende en gran medida de un cese de dicha asistencia. Si se cree -de nuevo con razón- que el presidente Reagan jamás suspenderá por su cuenta los flujos financieros y bélicos a los contras antisandinistas, entonces sólo puede producirse dicho corte por imposición del Congreso norteamericano. Y esa decisión sólo la tomarán los legisladores estadounidenses si se sienten amparados por una coartada política intachable que les permita resistir las acusaciones de haber entregado Nicaragua al comunismo. Esa coartada únicamente puede provenir de América Latina o de Centroamérica.

El deseo de muchos era que la responsabilidad de calificar el avance de las negociaciones de paz recayera en la llamada Comisión Internacional de Verificación y Seguimiento, integrada por los cinco Gobiernos centroamericanos (Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala), los ocho países latinoamericanos que conforman el Grupo de Contadora y el Grupo de Apoyo (Colombia, México, Panamá, Venezuela, Argentina, Brasil, Perú y Uruguay) y representantes de los secretarios generales de la OEA y de la ONU.

Ambición ingenua

Ambición ingenua: si durante más de cuatro años el Grupo de Contadora nunca quiso asignar claramente la responsabilidad por el fracaso de sus propios esfuerzos a una de las partes del conflicto centroamericano, no hay razón alguna para suponer que ahora sí estaría dispuesto a hacerlo.

Pero alguien tendrá que hacerlo, porque en ello insisten los que tienen en sus manos el destino a corto plazo de la región: los congresistas norteamericanos. Tal y como fue acordada por el líder de la cámara, Jim Wright y el presidente Reagan a finales de diciembre, la ayuda a la contra será votada o no en función de lo que digan los cinco presidentes centroamericanos, cuya reunión en la cumbre está prevista para el 15 de enero. Ya es evidente que Honduras seguirá acatando las instrucciones de Estados Unidos. Sostendrá que Nicaragua no ha cumplido con los acuerdos de Esquipulas y que, por tanto, Honduras tampoco puede cumplir. Nicaragua, obviamente, dirá lo contrario. El Salvador no podrá oponerse frontalmente a los deseos de Estados Unidos, de tal suerte que todo descansará en lo que dictaminen Vinicio Cerezo, de Guatemala, y el mismo Óscar Arias.

El problema es que las tres razones que han llevado a los sandinistas a reabrir La Prensa y Radio Católica, a dictar una amnistía de alguna amplitud, a sentarse a negociar con la contra, por ahora indirectamente pero en un futuro muy inmediato frente a frente, y a presionar discreta pero eficazmente a la guerrilla salvadoreña que reduzca su presencia y retaguardia en Nicaragua, no llevan todas a las mismas consecuencias. Si se trata de poner fin a la guerra mediante un cese a la ayuda norteamericana a la contra, no es imposible que estas concesiones surtan cierto efecto: la correlación de fuerzas en el Congreso norteamericano de todas maneras ha cambiado, y es factible tanto un recorte de la asistencia como una reestructuración considerable en las modalidades de entrega a un plazo de dos o tres meses.

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Pero la reanudación de las corrientes asistenciales europeas y latinoamericanas -sobre todo mexicana- a la Nicaragua sandinista es harina de otro costal. Un motivo de la interrupción de la ayuda, en particular de los Gobiernos europeos socialistas, ha sido efectivamente ideológico: el alineamiento del sandinismo con la URSS y su política interna. Frente a esta reticencia, algunas concesiones pueden resultar útiles.

Pero otro motivo, acaso el principal, ha sido que ningún país cuyos intereses directos no estén en juego quiere enfrentarse con Estados Unidos por Nicaragua. Y dicho enfrentamiento es producto de la obsesión ideológica del presidente Reagan con Nicaragua, no de la posición del Congreso norteamericano. Así, aunque el Congreso suspenda la ayuda a la contra y aunque las razones ideológicas del distanciamiento europeo con Nicaragua se desvanezcan, las consideraciones más cínicas y prácticas del alejamiento europeo y mexicano permanecerán intactas hasta que Ronald Reagan abandone la presidencia de Estados Unidos. No es seguro que la economía nicaragüense pueda esperar.

El año que comienza en pocos días será el último de Ronald Reagan en la Casa Blanca. Quienes vieron con entusiasmo la firma del tratado sobre misiles de alcance intermedio entre la URSS y Estados Unidos, y quienes no descartan un acuerdo sobre armamento estratégico en 1988 albergan esperanzas de una extensión de la nueva distensión a los conflictos regionales. Por desgracia, es de dudarse que ello suceda en el istmo centroamericano. Habrá que esperar un año más. Triste consuelo para los que dejan la vida o el alma en las verdes praderas regionales.

Jorge G. Castañeda es profesor universitario mexicano.

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