Misterio y poesía
Cuando conocí a Tahar Ben Jelloun, lo primero que llamó mi atención fue su mirada, una mirada lejana y ausente que: parecía hacer un esfuerzo doloroso por fijar la atención en el presente. Todavía no había leído ninguno de sus libros y creo que fueron aquellos ojos los que me precipitaron a su lectura. ¿Qué tipo de seres poderosos había ido creando en sus cuartillas para que fueran capaces de dominarlo y poseerlo de aquella manera? ¿Qué tiranía ejercían aquellos mundos imaginados? Como enamorado apasionado de lo contrario que siempre he sido, comencé a leer las novelas de un hombre al que sabía desde el principio, y hasta en sus más mínimos gestos, poeta. Y sus narraciones no sólo me devolvieron la imagen del poeta que indiscutiblemente era, sino que me desvelaron, de una forma extrañamente nueva y sugestiva, los paisajes y rostros familiares, las voces y rezos de mi memoria y una fuerza tan íntima, tan honda, que creía perdida en las gentes de nuestro momento.Fue algo más que un descubrimiento deslizarme por esos destinos de arena que, como los relojes, se van dejando huir en espera de un nuevo movimiento de mano que los retorne; introducirme como una sombra por las fisuras de las paredes, donde habitan los recuerdos de otros mundos, de otras vidas; padecer esos terrores que dan vértigo cuando el pensamiento y los recuerdos son más fuertes que la palabra. Fue, sobre todo, la transfusión lenta y segura de un hechizo. Poco a poco un sentimiento inconsciente se iba apoderando de mí a través de personajes menos tangibles que el viento, de tiempo inmedible que se mostraba en un instante congelado por toda una vida de fogo nazos percibidos, historias que se deshacían en el momento de aprehenderlas. Vida malfermée, porque ni la vida ni los libros se cierran con el fin; como Sindibad tampoco se cerró en Agadir, como ninguno de sus personajes ni de sus historias se acaban en sus libros, sino que siguen vibrando en esa atmósfera mágica que queda después de las letras, después de las palabras, en ese silencio lleno y exclusivo de los grandes acontecimientos. Una nueva literatura estaba naciendo, pero incalificable con los epítetos de moda: fresca pero con una historia de siglos de espera y de miradas tirando de los talones, audaz pero ahogada por un grito de impotencia cascado en la garganta; contradictoria como la existencia, mágica como nuestras interrogaciones, exótica como el mundo del autor.
El narrador de la plaza pública repite un gesto milenario, y viéndose reflejado, dentro de un espejo múltiple, en todos aquellos que le antecedieron y en los que le sucederán, Tahar Ben Jelloun se sienta y relata, con la mirada experta de siglos, historias que no se pueden cerrar, no sólo para que su público volvamos a la mañana siguente, también porque quizá Dios ya no exista, y si existe hace tiempo que ha dejado de contar nuestra historia, y sobre todo porque la vida es un libro mal cerrado y "de temps en temps des pages sont emportées par le vent et tombent sous les yeux de lecteurs eux-mémes égarés".
Poeta de la música
Tahar Ben Jelloun es un poeta. Poeta de la música de las palabras, de la cadencia de los sentimientos y de la hondura de la imagen. Su ritmo es él, y se empeña en grabamos su melodía en un susurro de sentimientos y en gritos de historia, al mismo tiempo que juega con la figura de las letras, con la composición pictórica del libro. La escritura es un signo-símbolo de algo que está más allá o más acá de su intento de expresión. La caligrafila es un arte, nuestro pasado de cultura común nos lo ha enseñado. ¡Cuántos siglos de paredes llenas de ltras han poblado nuestra imaginación! ¿Cuántas veces en la mezquita, mientras los otros rezaban, no nos hemos quedado colgados de un waw, balanceando nuestro futuro; o nos hemos remontado al alif, para ver mejor a nuestro amigo, sin que las palabras sagradas que venían tras ellos tuvieran un significado especial? ¿Y cuántos de ustedes no se han dejado emborrachar por la magia de las letras de la Alhambra sin saber siquiera que aquello era un poema erótico, una leyenda, una bendición o una sura del Corán? ¿Cuántos no se han sentido impresionados por ese libro sagrado tan magnífico, más por la belleza, por la musicalidad de sus letras y por la magia a la que invitan, que por conocer el significado de sus doginas? La letra, limpia de todo significado, también se convierte en ritmo, en música, en belleza, moldeada por las manos de un artífice. Tahar Ben Jelloun es este artífice de la caligrafia, perfecto conocedor de las artes de la composición fuera de todo concepto. Sus libros sugieren, ya desde la primera ejeada, esa música, esa melodía que va a gobernar durante toda la lectura: poemas que rompen la monotonía de la linealidad narrativa, capítulos de apenas siete líneas, escritura cabalgando hacia un solo margen, grafía árabe exorcizando una página, y los silencios, blancuras dejadas al azar. Su ritmo, él mismo brindándose, brindándonos su magia para hechizarnos con él, para compartir y contagiarnos esa mirada profunda y anclada en mundos ya no tiranos, ya no dominantes, íntimos ahora, enigmáticos, laberínticos y provocadores, inspirados y habitados por los duendes de su narrativa.
Los premios, igual que los castigos -ya lo sabemos-, son una ausencia, como las cartas una distancia, como los besos una soledad, y la ausencia es devoradora y crítica. La escuela la hemos sufrido todos y todos conocemos los ojos de nuestros compañeros el día del reparto; también todos nos hemos imaginado, con mayor o menor acidez, los comentarios de los profesores en su sala antes del día primordial, y por esa razón no podemos resistir el guiño de ojos en el gran momento. Ben Jefloun ha sido premiado, rodeado de ausencia y de guiños -son de rigor-, quizá también con un estruendoso aplauso académico, pero para nosotros, su público de la plaza, ese aplauso ya estaba dado y fue íntimo y cómplice. Lo de ahora es sólo un reconocimiento que hará que en la plaza nos sentemos más a escucharle, y quizá nosotros, lecteurs égarés, lo seamos un poco menos.
es arabista.
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