Observar los monstruos
El periódico español Diario 16, cuyo suplemento cultural acaba de cumplir el número 100, tuvo la idea de solicitar a una serie de escritores un texto sobre la memoria. El tema del suplemento fue el de recordar, y se les pedía a los escritores que recordaran algo o que escribieran algo sobre el recuerdo. Naturalmente, los escritores no tienen mejor memoria que el resto de las gentes: como los demás, tienen una memoria que puede ser engañosa, fugaz, defectuosa. Pero no es esto lo importante. Lo importante es que ellos producen memoria. La literatura es, por encima de todo, memoria, la larga memoria de todos nosotros.Creo que el hombre nunca ha tenido tanta necesidad de memoria larga como en este fin de milenio en el que los medios tecnológicos y la difusión televisiva impone su memoria: una memoria corta e igual para todos, en la que el recuerdo de ayer queda aplastado por el recuerdo de hoy, en la que a un genocidio en alguna parte del mundo se le dedican unos pocos segundos de imagen un poco antes o a continuación de los segundos de imagen que se dedican a un gran premio automovilístico en cualquier otra parte del mundo.
Son muchos los monstruos que nos rodean. Nuestro mundo está poblado por monstruos, enormes, horrorosos, amenazadores, luctuosos, mortíferos, exterminadores. El primer lugar de la lista lo ocupa el gran monstruo, la bomba, con la que todos tenemos que convivir. Luego vienen los otros monstruos: el hambre, la miseria, la explotación, el fanatismo. Y también esos seres monstruosos que con frecuencia acompañan a los monstruos: los tiranos, los dictadores, los cuatreros.
Y, sin embargo, parece como si los hombres sean incapaces de ver estos monstruos. Los miran, pero no los ven. La rapidez y la simultaneidad de la' información son suficientes para quitar a estos monstruos su espesor, todo queda en un mismo plano: un plano inmediato que se traga, como esas comidas rápidas, un plano donde la fuerza de la costumbre hace que nada signifique nada, donde se anulan las distancias y desaparecen las diferencias.
Las cosas, el significado de las cosas, y también lo real, o el significado de lo real, quedan sustituidos por la imagen de las cosas y por la imagen de lo real; una imagen que transforma lo real en imaginario, que hace a las cosas imaginarias y que las aleja de nosotros de tal manera que nos incapacita para emitir cualquier juicio de valor.
Contra esta memoria corta, reivindico la literatura como memoria larga, porque la literatura no es la imagen de las cosas, sino las cosas vividas des de dentro de las cosas, es lo real vivido desde dentro de lo real ésta es la verdadera realidad porque contiene juicio, sentimiento y pasión, es una realidad con un sentido. Y lo cierto es que importa poco si esta realidad se ha vivido en la fantasía, en la práctica o en el alma: lo que un escritor ha escrito es lo que él ha vivido dentro de sí en un de terminado momento y en un de terminado lugar de esta tierra. El resultado es la memoria de ese momento, una memoria paciente e implacable, porque la literatura es paciente e implacable.
También ha sido posible, en la historia de los hombres, falsificar la historia. Una historia que se hace con teorías y abstracciones y que se presta a reinterpretaciones del último momento. Pero a esos venenosos historiadores de última hora que quisieran hacernos creer que el nazismo fue uno de los momentos normales de la ferocidad humana y que en comparación con otros momentos feroces no fue ni siquiera el peor, yo les respondo con la memoria que me han dejado los libros de Primo Levi; porque la verdad, la única verdad, está en esas páginas. Y les respondo que rechazo con horror y desprecio el que se pueda medir la violencia contra un hombre comparándola con otra violencia. La violencia que pueda sufrir un hombre, uno sólo, es absoluta y no comparable con nada; esa violencia se niega a los relativismos y a lo relativo, a la interpretación y al perdón. Que interpreten los científicos y que perdonen los papas. Es su problema, pero no el de la literatura. Ésta escribe, cuenta, hace vivir los acontecimientos. Por eso no es falsificable.
Y lo mismo que sucede con la historia puede también suceder con los documentos con los que los hombres acostumbran a hacer la historia, es decir, que pueden ser falsificados. En este último medio siglo, cuántas personas han desaparecido de las fotografías. Hay una fotografía de un dictador de mi país, un triste personaje que llevó la muerte y la destrucción a Italia y a Europa, que lo presenta subido en un luminoso pedestal en el que, en letras resplandecientes, se lee Dux. Sólo que la fotografía original lo presenta rodeado de unos asesinos iguales a él y a los que después la historia no les ha sido favorable. Hay una extraordinaria novela de Milan Kundera que empieza con una fotografía falsificada. La realidad, vista desde fuera, se falsifica con facilidad. Pero la literatura no se puede falsificar. Sólo se la puede prohibir.
Por eso reivindico también hoy la literatura como una forma de ética que va más allá de las éticas particulares, estatales o fideístas impuestas por los regímenes políticos, por las religiones y por las normas de comportamiento. Y en una época en que las ciencias que ostentan el poder sobre la vida y la muerte de nuestro planeta, como la física y la química, no son capaces de elaborar una deontología, en esta época nuestra, ¿en qué ética vamos acreer sino en la memoria que la literatura nos lega? Una memoria de lo que hemos sido y también de lo que estamos viviendo y de lo que hoy somos. Me doy cuenta cabal que esta memoria no es capaz de modificar inmediatamente el presente, que no es actualmente la triunfadora, pero es larga, testaruda y quema. Un poeta que ha escrito en mi lengua ha dicho que en este período de oscuridad él se contentaba con transmitir la luz de una cerilla. Los personajes de mis libros tal vez son hombres inciertos y desorientados; no buscan grandes respuestas, no ofrecen soluciones, pero se contentan con un tenue resplandor, con una pequeña luz: la de ser lo que son, la de pensar lo que piensan, de vivir aquí y ahora en este tiempo que nos ha tocado vivir.
Y mientras el Papa y Pinochet van desapareciendo por un ángulo del televisor para dejar paso al gran premio automovilístico, yo enciendo mi pequeña lucecita y abro el libro de un escritor chileno. Allí van tomando cuerpo los monstruos y su monstruosidad queda iluminada por una intensa luz.
Este texto del novelista italiano Tabucchi, autor de Pequeños equívocos sin importancia, que acaba de aparecer en España, fue leído el miércoles en el Congreso de Valencia.
Traducción de José Manuel Revuelta.
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