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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Golpismo sólo hay uno

EL EJÉRCITO argentino ha escrito otra lamentable página en la historia del golpismo militar con la intentona, en vía de sofocamiento en las últimas 48 horas, encaminad4, según sus delirantes pretensiones, no a derrocar el Gobierno democrático, sino a poner un inmediato punto final a las acciones legales contra los responsables de las atrocidades de la dictadura. Nada más absurdo que esa vanidad golpista de distinguir entre orden constitucional y persecución de los crímenes militares. La democracia es indivisible, y su asentamiento pasa por el cumplimiento de las leyes y el castigo de los culpables de la guerra sucia. En modo alguno puede haber gradualismo en una insurrección militar, que sólo puede entenderse como una tentativa de subversión del orden democrático.El Gobierno del presidente Alfonsín está tratando de acabar con el último foco de insurrección sin tener que recurrir a la fuerza, por temor sin duda a los efectos divisivos que pudiera producir en el Ejército un enfrentamiento entre leales y rebeldes. Pero para consolidar su posición ante el futuro ha de quedar bien claro que los responsables de la intentona serán ejemplarmente castigados aun cuando pudieran deponer su actitud. De esa forma se evitará que una operación que, aunque condenada al fracaso por falta de apoyos interiores y exteriores, se traduzca en un debilitamiento de la legalidad. De otro lado, el salto cualitativo de apoyo al sistema que ha supuesto la masiva congregación de la ciudadanía en la calle para salvar la democracia refuerza y obliga a Alfonsín a actuar con la máxima energía. En este sentido ha sido importante también la reacción de los regímenes occidentales, y en particular la celeridad con que se ha producido la del Gobierno español, para indicar cuál es el único futuro posible para la nación argentina.

El cuartelazo de los encerrados en- Campo de Mayo y en el regimiento de Córdoba encuentra sus raíces históricas en un Ejército que no ha digerido la necesidad de hacer frente a la responsabilidad por sus propios crímenes.

Lo sucedido estos días permite además un juicio retrospectivo sobre el reciente viaje del Papa a Argentina. Juan Pablo II marcó un fuerte contraste entre el trato que dispensó al presidente Pinochet, de Chile, para quien hubo bendiciones y saludos conjuntos a la multitud, y su relación con el presidente Alfonsín. Una y otra vez, el Papa desperdició las ocasiones para mostrar su apoyo a la nueva democracia argentina, al tiempo que exhortaba a los fieles al atrincheramiento ideológico en determinadas verdades -patria y religión- que han sido frecuente recurso de los movimientos de ultraderecha en el mundo entero. Todo ello en un contexto de apelaciones a la fidelidad a la Iglesia argentina, que no sólo no ha mostrado arrepentimiento alguno por sus relaciones con el antiguo régimen, sino que sigue predicando un evangelio civil de dudosa convicción democrática. La circunstancia de que en Argentina se esté discutiendo en estos momentos una ley de divorcio no vale como justificación de las reticencias papales ante un régimen al que además el calificativo de radical hace particularmente odioso para lo más oscurantista del pensamiento vaticano.

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Los militares sublevados no han encontrado el apoyo que esperaban de sus compañeros de armas, pero sería ingenuo suponer que todos aquellos que no han secundado activamente la rebelión son leales al Gobierno democrático. Es creencia extendida en el Ejército, que no supo ganar más guerra que la que libró contra sus conciudadanos desarmados, que la reconciliación nacional ya se ha cumplido con la condena de sus más altos dirigentes y que el blanqueo universal del resto de la cadena de mando es el precio de su sumisión. Contrariamente, el Gobierno radical, sin pretender una purga a fondo de una institución en la que los inocentes brillaban por su ausencia, ha seguido una vía intermedia tratando a la vez de no destruir al Ejército y de dar satisfacción a las necesidades nacionales de retribución y justicia. Inevitablemente, ese curso de acción había de parecer insuficiente a víctimas y verdugos, pero es el que con su respaldo al sistema democrático apoya la gran mayoría de la nación argentina. Por ello, si hubo una cierta clemencia al adoptar esa terapéutica para cicatrizar el futuro, no puede haberla ahora para quienes con desprecio de la voluntad nacional quieren imponer criminales correcciones de rumbo.

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