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Puntas, por narices

La coreografía de Dieter Ammann sólo tiene en cuenta muy al sesgo las épocas de ambientación (son varias) sobre las que Corradi cimenta su montaje.La fallida inclusión de las zapatillas de punta en el tercer acto desordena una posible coherencia de los bailes. En los primeros, Arnmann recurre a un registro de brazos a lo Duncan, haciendo uso indiscriminado del arabesque, que como tal era desconocido en tiempos de Gluck. Suficientes testimonios litográficos hay como para mantener un código formal adecuado a aquellos tiempos cuando Vestris usaba pantalones cortos y todavía se recordaban los breves tacones de la Camargo.

Algo similar ocurre en la danza de las furias, momento de lucimiento para el baile, que se queda monocromo, confuso, con un corte expresionista de contorsiones que no hace buenas migas con el fondo musical. El escenario percutía como si los bailarines saltaran sobre un redoblante.

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La mímica, que podía haber sido el centro motivador del estilo, se vuelve caricaturesca y exagerada en Santiago de Quintana (que sigue teniendo unos pies imposibles en un solista clásico) e inútilmente decorativista en Mabel Cabrera, una bella bailarina. Daniel Alonso, sin embargo, aporta agilidad al ballet final. Su actuación, como su danza, son ajustados, llenos de matices y frescura. Al cuerpo de baile le faltó algo de coordinación, y debe decirse en su descargo que los diseños menos felices de Bohan les tocaron en suerte.

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