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Cada cual en su sitio

José Luis Leal

Un artículo sobre la política científica en España publicado en el suplemento Negocios del 13 de diciembre de 1986 provocó una réplica del director general de Política Científica del Ministerio de Educación y Ciencia, Emilio Muñoz, publicada el 10 de enero de 1987. El autor sale ahora al paso de la respuesta oficial, que considera fuera de lugar.

No suelo polemizar a propósito de mis artículos, y menos aún con la Administración. Pero la carta abierta que me dirige el director general de Política Científica, publicada el día 10 de enero en este periódico, me incita a hacerlo tanto por la importancia del tema como por el tono insolente de la respuesta. En los países civilizados la Administración nunca emplea un tono así cuando se dirige, pública o privadamente, a los ciudadanos. La arrogancia es siempre mala consejera y su explicación no suele ser otra que la falta de argumentos.En el artículo que tanto ha irritado a Emilio Muñoz (EL PAÍS, 13 de diciembre de 1986), basado en un informe de la OCDE sobre la investigación en España, se afirmaba esencialmente que las cosas no van bien para la ciencia en nuestro país, que organismos de la Administración (entre los que desde luego no incluyo la dirección general del señor Muñoz) y algunas comunidades autónomas están realizando esfuerzos considerables por mejorar la situación y que es preciso tomar conciencia de la importancia de la investigación básica y aplicada para el futuro de nuestra economía.

Tal vez haya sido la ausencia de ditirambos hacia su propia gestión lo que ha desencadenado las iras del director general, que en su respuesta me acusa de amateurismo, de confundir las cifras y de preferir la desgravación fiscal para los fondos dedicados a la investigación a las subvenciones. Temas todos ellos que merecen algún comentario. También me aconseja leer el reportaje de un periodista inglés sobre la Ciencia en España y Portugal publicado en la revista Nature.

Comencemos por el amateurismo. En el artículo, mencionado insistía en el vínculo que existe entre el desarrollo de la investigación y el crecimiento de la economía; pero aunque no fuera así, resulta casi increíble que el responsable de la política científica en España se crea llamado a decidir quién puede escribir sobre los problemas científicos. La concepción aparente que subyace en esta actitud es la de que cada cual debe ocuparse de lo suyo: los economistas, de economía; los científicos, de ciencia; los ricos, de riqueza, y los pobres, de pobreza. En definitiva, cada cual debe permanecer en su sitio y no salirse de él. Esta concepción del mundo triunfó en la Edad Media con el escolasticismo, pero desde entonces las cosas han cambiado bastante, lo suficiente como para no exigir el carné de periodista a quienes escriben en los periódicos ni el título de licenciado en Ciencias Políticas a quienes se dedican a la política. Si lo que de verdad piensa el director general de Política Científica es que cada cual debe estar en su sitio, entonces debe interrogarse sobre su propia situación: en los países avanzados la, gestión de la ciencia y de la innovación suele confiarse a gestores profesionales y no a políticos.

En cuanto a las cifras, el informe de la OCDE señala que en 1980 la proporción de investigadores en España era de 26 por 100.000 habitantes; es decir, cinco veces menos que en Francia, 14 veces menos que en Japón y menos que en Argentina o Venezuela. Según el informe, esta cifra no ha debido de cambiar mucho en los últimos años. En cuanto a los gastos de investigación y desarrollo, el informe los evalúa en un 0,25% del producto interior bruto (PIB) para el conjunto de las empresas españolas (públicas y privadas), porcentaje inferior al de los pagos por transferencias de tecnología, situación que el informe califica, con razón, de peligrosa para el desarrollo futuro de España. Estos datos son sólo un botón de muestra de la envergadura de los problemas de la ciencia en España, y es lógico que preocupen a cualquier ciudadano, sin que para ello tenga que pedir previamente permiso a la Administración o ensalzarla antes de permitirse la más leve crítica.

Los presupuestos

El señor Muñoz cita en su carta el informe de la revista Nature sobre la ciencia en España: se trata de un extenso trabajo que, con el sugestivo título de La ciencia en Iberia, refleja las impresiones de un periodista científico tras una breve estancia en España y Portugal. Como se trata de un buen profesional, advierte en la primera página del informe que su permanencia en ambos países ha sido demasiado corta y que tal vez haya confundido algunos nombres. El tono elogioso para lo que se hace en los dos países es lo que parece haber encantado a nuestro director general. Es una lástima que el redactor del informe no tuviera tiempo de consultar los presupuestos para 1986, donde aparece, en la ficha de programa denominado Investigación científica (541 A), un desolador vacío tras los nombres de las 31 universidades españolas. Todo un símbolo. La gran masa de los créditos para la Investigación científica atribuidos al Ministerio de Educación se reparten, a partes casi iguales, entre el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la Dirección General de Política Científica, confiriendo a esta última un poder cuya justificación aparente no es otra que el deseo de controlar la investigación que se lleva a cabo en las universidades; la autonomía universitaria, real en algunos aspectos, se detiene a las puertas de los laboratorios.

En cuanto al problema de los recursos para la ciencia, es lógico que el director general prefiera las subvenciones a las desgravaciones fiscales como medio de incentivar la investigación. La diferencia entre uno y otro método radica en que la desgravación es un sistema objetivo de carácter general que deposita la iniciativa del desarrollo de la investigación en las instituciones privadas (empresas, fundaciones, personas físicas) que quieran promoverla, mientras que las subvenciones confieren la iniciativa a los órganos que las administran, lo cual lo único que garantiza es un aumento de su poder sobre los administrados.

Una Administración democrática y moderna es aquella que escucha a los administrados y que agradece sus críticas cuando éstas son constructivas y se expresan con corrección. Parece obvio recordar que la Administración está al servicio de los ciudadanos y no al revés. Se trata de algo en lo que tal vez no tengan tiempo de pensar quienes sueñan con administrar subvenciones.

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