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A pesar de todo

Después de abril de 1939, ¿qué iba a ser de la ciencia en España? En relación con la investigación científica y la docencia universitaria, las secuelas inmediatas de la guerra civil pueden ser comparadas a una amputación y una tentativa de prótesis. Como consecuencia de las bajas y los asesinatos de la guerra civil misma, del masivo exilio a que ésta dio lugar y de la ulterior represión política, grave amputación fue la que a una sufrieron el escalafón universitario y el reducido elenco de nuestros investigadores no docentes. Tentativa de prótesis vino a ser, acto seguido, la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).Más allá del mar, muchos españoles egregios prosiguieron su obra intelectual: Bolívar, Xirau, Madinaveitia, Francisco Giral, Gaos, Cabrera, Puche, Costero, Méndez, Millares y tantísimos más, en México; Américo Castro, Corominas, Ochoa y Ayala, en Estados Unidos; Sánchez Albornoz y los dos Jiménez de Asúa, en Buenos Aires; Duperier y Trueta, en Inglaterra; Pi y Suñer, García Bacca y García Pelayo, en Venezuela; Cuatrecasas, en Colombia... Aparte el estudio de J. L. Abellán y E. G. Camarero y el libro colectivo El exilio español en México (1939-1982), todavía no existe, que yo sepa, una exposición global de lo mucho que intelectualmente debe España a esa nueva y masiva presencia de los españoles en América.Vengamos ahora a la creación del CSIC. Ante todo, lo que el CSIC quiso ser. Bajo el engolamiento de su prosa, la ley que le dio nacimiento (24 de noviembre de 1939) muestra a las claras la total incapacidad de quienes la redactaron ante el objetivo entonces más urgente: reunir y potenciar todo lo que en aquella España, hombres e instituciones, fuese científicamente valioso. Al importante auge de nuestra vida científica desde el último cuarto del siglo XIX se le llama "la pobreza y paralización pasadas". La idea que de la historia de la ciencia moderna tiene el autor de esa ley queda patente en la declaración del propósito que la anima la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII"; propósito que con igual altisonancia se reitera al establecer su reglamento (10 de febrero de 1940): "Desarrollar la tradición de unidad de la ciencia española, fortalecer el imperio espiritual de España, basado en su esfuerzo civilizador, secular y ecuménico...". De quienes así pensaban y escribían, ¿podía esperarse la política científica que el país necesitaba?Duros y escuetos hechos dieron pronto la respuesta. Quede sin comentario la torpe y antinacional depuración de los cuerpos docentes. Recordemos tan sólo la conducta con los hombres de ciencia que siguieron residiendo en España o que poco a poco fueron regresando a ella. Contando con Dámaso Alonso y Rafael Lapesa -y luego con don Ramón Menéndez Pidal, más de una vez vejado a su regreso-, el CSIC prefirió a Entrambasaguas y Balbín. La dirección del Instituto Cajal no se encomendó a Tello o a Fernando de Castro, ambos en Madrid, sino, entre otros, a un respetable enólogo. Para orientar los estudios filosóficos se eligió al P. Barbado, y fueron desconocidos o menospreciados Zubiri, en España desde el verano de 1939, y Ortega, que regreso años más tarde. Parecido trato recibieron Julio Palacios, nuestro primer físico tras la guerra civil, el gran espectrografísta Miguel Catalán y, cuando de Londres regresó a Madrid, Arturo Duperier, eminente en la investigación de la radiación cósmica. El químico Moles, de tan alto prestigio internacional en la determinación de pesos atómicos, se vio en el más total abandono a su salida de la cárcel... No es necesario seguir. Basta lo dicho para preguntarse si a los creadores del CSIC les importaban de veras la ciencia y el bien de España.

No, no les importaba la ciencia. Adulatoria sumisión al poder político; resabios del viejo derechismo intelectual y mal digerido recuerdo de la inferioridad de éste frente al grupo de "los intelectuales de la República"; entrega tácita a la consigna del "ahora que puedo"; evidente servidumbre al recién nacido Opus Dei; hinchada retórica triunfalista... Mucho más que el interés por la ciencia, esto animaba al CSIC en su etapa fundacional.

Naturalmente, no sólo esto. Movidos por la ideología, por el posibilismo o por la mezcla de una y otro -salvo el rebelde total, el vencido total y el utopista total, ¿quién en su vida no es posibilista?-, varios auténticos hombres de ciencia aceptaron más pronto o más tarde participar en las actividades científicas del CSIC; entre otros, Asín Palacios, Zaragüeta, Rocasolano, Rius y Miró, González Palencia, José Pascual, Lora Tamayo, Diego Angulo, Luis Pericot, Antonio García Bellido, Torres López, Barcia Goyanes, Camón Aznar y algunos más (algo después, y como humilde principiante, yo mismo). Pero su presencia no llegó a imponer en el seno del CSIC la política científica que España exigía y exige.

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Con la publicación de su reglamento quedó heráldica y estructuralmente instituido el arbor scientiae del naciente organismo. Su heráldica: "árbol de grueso tronco al natural, tallado y hojado de sinople, frutado de granadas de gules, con numerosas ramas en las que aparecen inscripciones de las ciencias, puesto sobre una cruz nimbada de azul y oro". Su estructura: un árbol de patronatos, institutos y centros sobre los que campean todos los nombres propios aireados por Menéndez Pelayo y algunos más. Mirada desde 1987, ¿qué ha sido y qué es la institución que se disponía a "elaborar una aportación española a la cultura universal, a formar un profesorado rector del pensamiento hispánico y a insertarla ciencia en la marcha normal y, progresiva de nuestra historia?". Cuatro puntos veo en la respuesta:

1. Tras la grandilocuente retórica fundacional, pero sin cambio alguno en su consustancialidad con el franquismo, los órganos centrales del CSIC se pragmatizan. De sentirse ardorosos cruzados de la redención cultural de España, sus titulares pasan a ser conformistas funcionarios de un ente estatal. A las granadas de gules que frutan el arbor scientiae les ha llegado el invierno.

2. El correr del tiempo y la nueva situación histórica del mundo van creando en las sucesivas promociones del CSIC una mentalidad muy distinta de la que animó a sus creadores. La influencia cultural de Estados Unidos, donde la mayor parte de estos jóvenes científicos ha perfeccionado su formación, se hace notar con creciente evidencia.

3. Los centros del CSIC se van diferenciando entre sí, y no sólo por la materia de su respectiva dedicación. Algunos no pasan de producir artículos científicos destinados a revistas "de andar por casa". Otros, en cambio, alcanzan un nivel muy estimable en el ranking internacional de su especialidad. Graclas a ellos, el verdadero interés por la ciencia va creciendo en el seno del CSIC.

4. Para formar los primitivos cuadros del CSIC, sus creadores tuvieron que echar mano de catedráticos de universidad o de las escuelas técnicas superiores. Con el. desarrollo de la

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A pesar de todo

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institución se ha ido constituyendo un cuerpo de investigadores puros, poco o nada vinculados con la universidad, y en ocasiones reticentes frente a ella. El consiguiente problema -la integración funcional entre el CSIC y las facultades universitarias- no ha sido satisfactoriamente resuelto.

Así las cosas, y a pesar del permanente y profundo recelo de Franco y los suyos ante los intelectuales no sumisos, algo científicamente valioso se ha hecho en la universidad, en el CSIC y en la plena intemperie entre 1940 y 1975. En la intemperie han trabajado Menéndez Pidal, Ortega, Marañón, Carande, Zubiri, Dámaso Alonso, Lapesa, Fernández Ramírez, Rodríguez Moñirio, Germain, Lafuente Ferrari, Grande Covián, Julián Marías, Faustino Cordón y varios más; y en el CSIC, en la universidad o a caballo entre uno y otra, los científicos que antes mencioné y los que a ellos se fueron sumando. Docenas de nombres, muchos de ellos internacionalmente acreditados, podrían citarse entre los bioquímicos, los físicos, los químicos, los biólogos, los matemáticos, los filósofos, los filólogos, los psicólogos, los historiadores, los juristas, los médicos y los ecólogos españoles que desde 1940 hasta 1975 se han movido con eficacia, hacia la meta permanente: que nuestra producción científica sea la correspondiente a un país europeo de 40 millones de habitantes. En aras de la brevedad, sólo seis de los que entre ellos se nos han muerto quiero nombrar: el médico Carlos-Jiménez Díaz, el filólogo Antonio Tovar, el arqueólogo Antonio García Bellido, los bioquímicos Carlos Asensio y David Vázquez y el historiador José Antonio Maravall.

Mal que bien, y pese a todo, la empresa de proseguir la obra que iniciaron hace un siglo los pioneros de la Restauración y la Regencia se ha ido cumpliendo durante los últimos lustros. El terrible y empobrecedor tajo que la guerra civil infirió a la ciencia española va siendo compensado. Ni siquiera hay que recurrir, para demostrarlo, a la mención de nombres más o menos sonoros. Hace un par de años, una cuidada indagación estadística dio a conocer el estimable número de los físicos españoles que en el curso de un decenio habían colaborado en revistas científicas de circulación internacional. Por otra parte, la cifra de las tesis doctorales españolas que en cualquier universidad europea y exigente serían aprobadas cum laude ha crecido de modo esperanzador desde que la información científica y los medios de trabajo lo han permitido. Sí: aunque no la suficiente para quienes queremos que España acabe de actualizarse, en la España actual hay investigación científica y puede haber bastante más. No será tiempo perdido el consagrado a estudiar por qué entre nosotros no se investiga lo suficiente y a señalar las condiciones para que lo deseable pase pronto a ser real.

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