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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pasos atrás en Nicaragua

DESPUÉS DE la aprobación por el Congreso de EE UU de la ayuda de 100 millones de dólares para la contra en Nicaragua, el Gobierno sandinista ha decidido adoptar medidas que merman seriamente algunas de las libertades que aún se mantenían en dicho país. La justificación dada desde el primer momento por Daniel Ortega fue: a la guerra solamente se puede contestar con la guerra.La decisión sandinista que ha causado mayor impacto en la opinión internacional ha sido la suspensión del diario La Prensa. Cerrar un periódico es atentar directamente contra una condición consustancial a la existencia de un régimen democrático, sea del signo que sea. No se trata de elogiar o de criticar aquí la actividad periodística que desarrollaba La Prensa en las actuales condiciones de Nicaragua, ni de averiguar si las acusaciones de que mantenía lazos con los grupos subversivos están más o menos justificadas. Si eso fuera verdad, la solución sería juzgar a los responsables de la subversión y condenarlos, pero no cerrar el diario. Tras el cierre de La Prensa, la libertad de expresión se ha extinguido prácticamente en Nicaragua, y los diarios no son ya otra cosa que la voz del Gobierno. Las únicas contradicciones que caben entre ellos son las que acompañan al propio régimen sandinista. Es verdad que, en condiciones de guerra, los Gobiernos, incluso los más democráticos, restringen en determinados terrenos los márgenes de lo que la Prensa puede publicar. Pero, independientemente de lo aceptable o no que pueda resultar esta práctica -rechazada abiertamente por la Prensa británica durante la guerra de las Malvinas-, hacía mucho tiempo que los sandinistas aplicaban la censura a La Prensa. De manera que su cierre es un acto de autoritarismo, no una necesidad bélica.

Otra de las acciones de la Junta sandínista, la prohibición de residencia para personas que en el extranjero toman actitudes juzgadas antipatrióticas, ha chocado frontalmente con la Iglesia. El primer paso fue la prohibición al sacerdote Bismark Carballo de retomar de Miami a Managua; después, hecho mucho más grave, el arzobispo Pablo Antonio Vega, vicepresidente de la conferencia episcopal, ha sido expulsado a Honduras tras unas declaraciones en las que apoyaba a la contra y justificaba la eventualidad de un ataque de EE UU contra Nicaragua. Si se tienen en cuenta los antecedentes de mifitancia reaccionaria de dicho prelado, no se puede descartar que sus declaraciones hayan sido hechas con el propósito deliberado de provocar el conflicto.

El caso de Nicaragua ofrece rasgos bien distintos -cosa que se olvida en muchas declaraciones, incluida la protesta del Papa- al de persecuciones antirrefigiosas en otros regímenes revolucionarios: en el sandinismo hay sacerdotes con altos cargos políticos, incluso ministros; y entre los afiliados, el porcentaje de católicos es muy alto. En el trasfondo de la situación está latente la controversia, aguda hoy en Latinoamérica, entre diversas interpretaciones cristianas sobre la protesta de los pobres y los oprimidos. Pero la expulsión del arzobispo Vega es una medida de gobierno, y, como tal, ha creado un problema político, en Managua y en el extranjero, muy desfavorable para el sandinismo. Con la expulsión se ha aportado a la Iglesia jerárquica de Nicaragua un buen argumento para presentarse como perseguida por las autoridades. Pero además, la expulsión ha dejado en segundo lugar la cuestión que sin duda era más necesario someter a debate: hasta qué punto está justificado que un alto prelado de la Iglesia intervenga con una actitud de combate en un problema político, apoyando directamente a un Gobierno extranjero contra las autoridades legales de su propio país.

Estas medidas recientes, restringiendo las ya escasas libertades vigentes en Nicaragua, indican que el sandinismo se orienta hacia una estrategia de dura confrontación con EE UU. No cabe duda de que la presión norteamericana y la ayuda a la contra por parte de Washington han fomentado este clima bélico y de endurecimiento. Pero la actitud sandinista es de un numantinismo casi suicida. Probablemente los comandantes creen que podrán impedir una intervención militar masiva de EE UU si logran cerrar filas, imponer en el país una moral y una unidad rígida de ciudadela cercada, y demostrar así al Gobierno de Washington que si ataca con soldados norteamericanos tendrá que pa gar un precio alto. Por otra parte, tal estrategia les evitaría prestar demasiada atención a las críticas de los sectores europeos que a la solidaridad con Nicaragua han asociado una demanda de mayor respeto por las libertades. En cual quier caso, nada va a mejor en Nicaragua: crecen las ame nazas exteriores contra el régimen y aumenta la rigidez y la inflexibilidad de éste, y con ello, la represión contra todo aquel que no está de acuerdo con el poder revolucionario. De donde se demuestra que la táctica de Reagan es la peor a la hora de defender los derechos humanos en el pequeño país, y la de Daniel Ortega, la más inútil a la hora de pre tender garantizar la pervivencia y originalidad del experi mento sandinista.

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