El cometa Halley apunta a Pinochet
La caída de un tirano, según una creencia que se repite desde tiempos inmemoriales, siempre habrá de anunciarse en algún signo celestial. ¿Será un modo en que el pueblo se da aliento en su larga, lucha, evocando una redención cercana? ¿O será más bien fruto de la inercia, responsabilizando a los astros de un cambio que los propios oprimidos, por miedo, no se atreven a asumir?Es difícil saber cuál de estas motivaciones, si la pasiva o la activa, prevalece en el caso chileno. Lo indudable es que desde principios de 1986 se murmura en Santiago que el cometa Halley, después de haberse llevado a los dictadores Duvalier y Marcos, será sin duda el encargado de desembarazarnos también de nuestro propio déspota, el general Augusto Pinochet Ugarte. Además, agregan voces anónimas, este año, el decimotercero de su fatídico reinado, es también el año del Tigre, cuando hombres perversos caen del poder.
No es extraño, entonces, que los chilenos esperásemos con una ansiedad poco astronómica la noche del 10 de abril de 1986, cuando el cometa se encontraría en su punto más próximo a la Tierra. En la primera semana de abril ya circulaban por doquier miles de hojas sueltas que mostraban al general atado a la estela del cometa, despidiéndose de esta tierra. Debajo del dibujo, las juventudes políticas opositoras invitaban a los jóvenes a congregarse en todas las plazas chilenas para contemplar el fenómeno nocturno, pero particularmente en la céntrica plaza Italia que, debido a su excesiva luminosidad artificial, bien podría ser uno de los lugares menos indicados del planeta para vislumbrar el cielo. Todo el mundo entendió que se trataba de una nueva y original manera de desafiar una reciente prohibición gubernamental de efectuar encuentros públicos. Y que, por tanto, el que acudiera a la cita tendría que sufrir las consecuencias.
Pero yo no me esperaba, esa noche, encontrar soldados con sus caras pintadas de negro y metralletas gatilladas custodiando las calles que conducían a la plaza. Era una escena infernal: recortaba el aire un alarido de luces rojas y amarillas, una locura de sirenas; centenares de policías detenían a grupos de manifestantes; pequeños camiones, a los que llamamos zorrillos, mojaban con su chorro maloliente a los transeúntes. No sólo no se podía ver el cometa: las nubes de gases lacrimógenos no dejaban siquiera divisar las estrellas. Sin desalentarse, algunos de los muchachos, guarecidos detrás de árboles, seguían gritando: "Cometa, hermano / llévate al tirano".
Con unos amigos, decidimos retirarnos a un parque cercano. Era una medida prudente: una banda de gurkas (agentes de la policía secreta) nos seguía amenazadoramente, exhibiendo manoplas y revólveres. Nuestros planes no fructificaron: una hilera de soldados tapaba la entrada al parque. El oficial a cargo del destacamento, su cara embadurnada de grasa, nos gritó que no siguiéramos avanzando. Cuando tratamos de dialogar con él, se nos vino encima con varios de sus hombres. "A correr los hijos de puta", aulló el oficial. Empujones, patadas, culatazos, y de repente sentí, en la espalda, la punta de una metralleta. "Cuando yo digo que corras, cabrón, es porque vas a correr. Al trote". Nos pusimos a trotar, las manos en el aire. Tropecé, caí: me levantaron con un par de puntapiés salvajes. Tuvimos suerte: nos soltaron a las pocas cuadras. Al otro lado de la plaza dispararon contra cuatro jóvenes. Uno quedó hospitalizado.
Encuentro con la violencia
Mi largo exilio me había ahorrado hasta ahora este tipo de experiencia. El horror lo tuve que ir presenciando desde la distancia, por medio de cartas y fotos y cuentos. Ahora, retornado a mi país para instalarme después de 12 años de ausencia, este brutal encuentro con la violencia me permitió acceder al cotidiano desamparo que había estado viviendo mi pueblo cada día y cada noche desde que perdimos la democracia en 1973. Supe lo que significa, sentirse sin amparo, sin salvación, absolutamente vulnerable. Pero la lejanía también me había impedido participar en la construcción cotidiana de la esperanza. Para que esos adolescentes llegaran a esa plaza aquella noche tuvieron que confrontar más que los soldados en las calles. Debieron, además, y antes, derrotar a los soldados que tenían en sus mentes, el miedo que se ha acumulado durante más de una década de persecución, la reacción automática que llama a callar, a cerrar los ojos, a quedarse en casa. Si el Gobierno no hubiera montado esa muestra excepcional de fuerza, la próxima noche miles se hubieran reunido para ver el Halley y desafiar a la autoridad.
La estrategia de aquellos jóvenes en la plaza expresa ejemplarmente el modo en que se ha desarrollado la resistencia contra Pinochet. Tal como los muchachos proclamaron su derecho a ver el cometa desde donde les diera la gana, asimismo los chilenos han insistido en su derecho de llevar adelante actividades que se considerarían normales en cualquier país democrático, apropiándose en forma pausada y vacilante de la superficie del país, agrupándose en asociaciones, revistas, clubes, centros culturales, sindicatos, hasta que se ha logrado crear una vasta red de organizaciones alternativas. Si se reprimen estas actividades, el Gobierno pierde apoyo público, apareciendo como ridículo y rígido, como en el incidente del cometa Halley. Y si no se reprimen, entonces las organizaciones se consolidan y continúan creciendo. Es diferente derribar un bosque que un árbol. La oposición acá siempre ha profetizado que, algún día, las ramas y las raíces del bosque habrán de rodear, entreverar y paralizar al bull-dozer que no nos deja vivir en paz.
"Yo me voy a morir"
Por ahora, sin embargo, el bull-dozer de Pinochet no da muestras de querer detenerse. De acuerdo con la Constitución fraudulenta que el general hizo aprobar en 1980, las primeras elecciones se harían en 1989, siendo probable que el único candidato termine siendo... el propio Pinochet. Aun si pierde ese plebiscito, hay una serie de mecanismos que le permiten seguir manejando el poder durante otros ocho años, y quizá más allá. Muchos chilenos piensan que el dictador ni siquiera respetará su propio itinerario: "Yo voy a morir", dijo el año pasado. "El hombre que me suceda tendrá que morir. Pero no habrá elecciones".
La estrategia de la oposición no ha logrado derribar al general Pinochet, pero sí lo ha debilitado enormemente. En este momento se vive en Chile un singular y precario equilibrio: Pinochet no puede eliminar a sus adversarios, pero tampoco éstos, por ahora, disponen de la capacidad para derrocarlo. La situación se diferencia de las que hemos vivido en el pasado. Pese a que el Ejército mismo ha asumido en forma directa las funciones policiales durante estos últimos meses, invadiendo decenas de poblaciones marginales-, ocupando ciudades enteras por horas y días, disparando 'contra civiles desarmados en las calles, quienes protestan no se han sentido intimidados. Para acabar con una disidencia tan pertinaz y masiva, Pinochet tendría que desatar, en los próximos meses, una represión parecida a la que cayó sobre este país en 1973, llevando su aislamiento interno e internacional a niveles peligrosos para la estabilidad del régimen. Pero tampoco la oposición ha logrado, hasta ahora, crecer lo suficiente como para llevar a las Fuerzas Armadas a negociar un cambio. Nadie sabe, por cierto, en qué va a terminar esta confrontación. Lo que sí está claro es que si las cosas siguen así, sin que uno u otro lado se anote una victoria decisiva, vamos camino a lo que acá ya se comienza a llamar la "beirutización" de Chile, una sofocada conflagración generalizada. Y también está claro, como observó un sagaz amigo, que cuando dos elefantes de igual peso se pelean, quien sufre inevitablemente es el pasto.
Vivas a Pinochet
Sólo he divisado una vez desde que volví hace siete meses a Chile las palabras "Viva Pinochet" en una muralla. Se trataba de un camino que conduce a una mansión que el general se ha construido en las montañas. Deduzco que, a modo de una moderna versión latinoamericana de El gato con botas, los perpetradores del mensaje no son otros que su guardia personal, que escriben aquellas aleluyas, para que su amo no se sienta tan aislado cada vez que viaja a su refugio. No podrían proteger sus delicados oídos si fuera al cine: cada, vez que aparece la imagen del dictador el público enloquece de silbidos e insultos. En una reciente encuesta, sólo 2,9% de los chilenos consideraron a Pinochet como su líder.
Copyright Ariel Dorfman.
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