La escritura nos trabaja
Claude Simon, el último e inesperado premio Nobel de Literatura, suele considerarse como un productor, como un trabajador encarnizado. Señala también que cuando uno trabaja con la escritura es a su vez trabajado por ella. Era un firme candidato al premio desde hacía ya años, pero su estrella pareció haberse oscurecido cuando lo obtuvo, en 1983, el británico William Golding y un miembro del jurado expresó en público su decepción porque no lo hubiera conseguido el francés. "Ya no me lo darán jamás", dijo en una entrevista posterior, "el escándalo, me perjudica".Su última gran novela, hasta entonces -y hasta ahora, pues Simon es un escritor lento-, había sido Las geórgicas, en 1981, sin duda una de sus obras maestras, que había conseguido otra vez el favor de la crítica, de los profesores y de esa minoría culta que le sigue por doquier. Pero cinco años después todo parecía perdido, los grandes medios de coniunicación se habían olvidado de éll, y hasta uno de los principales diarios franceses, Libèration, no lo incluyó en una célebre encuesta realizada hace ahora un año a 500 escritores del mundo entero.
Llegó el Nobel
Pero en otoño llegó el Nobel, y hubo que recoger velasa toda prisa y cambiar de rumbo una vez más, pues los tiros iban por otro lado. Sorpresas del Premio Nobel, especializado en ellas, y que sigue cediendo con placer a la tentación de premiar ilustres desconocidos. Hasta ahora, es la única institución cultural del mundo entero que se resiste a caer en los esquemas impuestos Por el mercado y la sociedad de consumo. Un oasis, por tanto, a pesar de sus errores, cuyo comportamiento sigue siendo un modelo para la mayoría de los profesores, comunicólogos, periodistas, empresas e instituciones que suelen animar lo que ya no va siendo más que un cotarro.
Pero el Nobel parece haber pasado por Claude Simon sin romperlo ni mancharlo. Acaso viste con más cuidado, pues ahora representa a toda una literatura, y hasta a su país cuando viaja por el extranjero. Pero la mirada azul de sus ojos, enmarcados en su noble rostro de campesino arado por los años, como si fueran los surcos de sus viñedos familiares de Perpiñán, sigue siendo penetrante e inocente a la vez, como si estuviera en otro lado y no se creyera del todo lo que está pasando. ¿Cómo soportar ser un éxito de ventas, cuando durante toda su vida escribió, no contra el sistema, sino fuera de él? La trampa se ha cerrado sobre Claude Simon. Sólo hay un remedio: seguir trabajando la es critura, seguir siendo trabajado por ella.
En España el impacto de su Premio Nobel no ha sido espectacular, pero al menos se están recuperando sus títulos, que han vuelto a aparecer en las librerías, devolviendo, además, a algunos de los ya publicados, los fragmentos que la censura franquista les había arrebatado, como en Historia y La ruta de Flandes, o publicando algún título otrora prohibido por completo, como El Palace, o la gran novedad de Las geórgicas. El título más reciente -que existió en edición argentina en 1961- ha sido La hierba, en una nueva traducción.
Para leer a Simon hay que tener en cuenta dos influencias técnicas, algunos precursores y un proyecto esencial. Las influencias son las de la pintura y la música, que le dan procedimientos para descender hasta el detalle, fragmentar el cuadro hasta perder de vista el conjunto y organizar sus textos como si fueran sinfonías o composiciones musicales.
Le han acusado de faulkneriano, sobre todo, pero él se predica más de Proust, Joyce y Kafka, y cree en la descripción desorbitada como el mejor de los medios para romper el falso didactismo de las fábulas.
Hacer estallar el tiempo
Y por último hace estallar el tiempo y el espacio para crear un nuevo orden frente al caos, que no es otro que el de la simultaneidad de la memoria y de la percepción. El tiempo se sucede, desde luego, pero al recordarlo es simultáneo.
El espacio, o mejor dicho los espacios de sus novelas estallan y se interpenetran. La simultaneidad y los cruces espaciales son fragmentarios, y la nuestra es una cultura de fragmentos. Pero falta lo fundamental, claro está: la impresionante hermosura de una prosa que vive sola, trabajada y trabajadora, y que apenas tiene igual en las letras del mundo de hoy.
Babelia
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