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El invierno mudo

Las últimas nevadas han puesto de actualidad en España el problema de las comunicaciones. Canteras blancas, montes resplandecientes, camiones bloqueados, montañeros perdidos ponen una corona en torno de las sienes de un invierno imprevisto. Se diría que este mundo repleto de electrónica ha dado un paso atrás, que salir de casa es aún una aventura con final trágico la mayoría de las veces. El oso cada vez más escaso se retira soñoliento a su mansión escondida, en tanto los rebecos buscan sus pastos cerca de los pueblos. El tejón se esconde, y cada cual se refugia en un lugar más cálido, bajo la negra algarabía de los cuervos.Igual que sus vecinos y amigos, el hombre duerme también un sueño que se prolongará hasta el principio de la primavera. Tal sucedió y tal sucede todavía cuando, a pesar del tiempo y por inverosímil que parezca, el teléfono no ha llegado aún a su pueblo. En lo que a comunicaciones se refiere, puede decirse que se hallan en tiempo medieval. Entonces las noticias venían en versos de Berceo; hoy, también como a lomos del viento. Se conocían las nuevas en dos lenguas que, siendo la misma, pronto serían dos, quedando una para cultos clérigos y la otra para los de a pie.

No se sabe muy bien por qué se impuso el castellano; quizá porque los que comenzaban a hablarle eran gente emprendedora y guerrera, bastante más que sus hijos actuales. Su afán de independencia fue capaz de llevarlos adelante, incluso entre muertes y fracasos. Por entonces eran labriegos y mercaderes, no señores de espada, sino de hoz y arado, nunca sometidos sin vocación de vasallos.

Los recados y avisos les llegaban de viva voz o escritos, a caballo, siguiendo calzadas y costumbres heredadas de los mismos romanos.

Así la comunicación oral se impuso a falta de medios mejores; fue preciso esperar una ocasión propicia para hacer saber a los demás una victoria reciente, la llegada al mundo de un niño o la muerte de alguno de los suyos. Desde que Graham Bell, en Boston, consiguió hacer oír unas cuantas palabras gracias a su reciente invento, ha pasado ya un siglo, mas esas aldeas de León continúan ayunas de noticias urgentes, ancladas en plena Edad Media.

Resulta curioso y a la vez sangrante no ser capaces de hacerse oír y entrar en el Mercado Común. Cuando en pleno Medievo, Europa vino a nosotros por el camino de Santiago, llevada por la aventura, la fe o la devoción, no era difícil conocer cómo eran esos otros felices países.

El tiempo ha ido pasando desde Bell para acá, mas de poco les ha servido a estos pueblos, condenados no sólo a carecer de médicos, sino a no poder llamarlos en caso de grave enfermedad. La única solución es encomendarse al tan temido más allá y echar mano de remedios caseros. Tal hicieron los pueblos primitivos, y este que nunca oyó hablar de otra cosa, sino de recurrir a ellos cuando el mal le acosa.

Como en las historias del cine americano, propietarios de reses y agricultores vivieron largo tiempo en continua guerra, unas veces anónima y otras cantada en leyendas y romances que aún hoy nos hablan de Jimena y del Cid. Por entonces, quien en la aldea quería comunicarse con otro, o con sus animales, debía confiar en el duro fragor de sus pulmones.

Así pastoreaba, oraba o cantaba, o mantenía su postrera conversación con Dios. Hoy -cualquiera puede comprobarlo- las cosas no han progresado mucho; en caso de enfermedad sólo cabe esperar: si se nace, algún día los parientes llegarán; si se muere, algún día se sabrá, quizá cuando el finado ya haya sido pasto de gusanos. A través de la televisión todos saben cómo es Nueva York o Londres, antes que los pueblos vecinos, o esa Europa de la que todos hablan, ahora que en ella acabamos de entrar. ¿Esa Europa traerá teléfono con ella? Si no, será preciso volver definitivamente a los tiempos de los correos romanos o a los días en que gracias a enormes listones colocados en los tejados se conseguía transmitir mensajes entre Lille y París. La convención se

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interesó por tal novedad, y pronto cada ciudad de cierta importancia tuvo su tinglado de cuerdas y poleas.

Los primeros en recibir los beneficios de tal ingenio sabían, como ahora, que la más importante necesidad del hombre es saberse unido a los demás en el gozo o la pena, en la tristeza o la alegría. Sólo es preciso leer las palabras de Maurice Fabre para comprender la importancia de hablarse de lejos. En el trabajo y el amor, en días fastos o nefastos, nada se mueve lejos de los hilos de Bell. Un día desaparecerán, mas el hombre seguirá necesitando comunicarse con sus semejantes, por lejos que se hallen en la tierra o el aire, rozando los confines de las llanuras y los montes.

De todo esto priva nuestra moderna Compañía Telefónica a aldeas, por tan sólo cinco kilómetros que les separan de la próxima.

Al paso que van en cuestión de comunicaciones, será preciso volver al tiempo de. los galos y sus pulmones poderosos, o a las luces de los chinos, a los primitivos tambores, o a los famosos verederos de nuestro Siglo de Oro, llevando las noticias desde Madrid a El Escorial. Sin embargo, curiosamente, el Estado ha realizado una carretera que es casi una autopista para llegar a la ermita del santo patrón. Lisa como la palma de la mano, quebrada como un rayo, convierte en minutos las horas de camino que llevan a lo alto para multiplicar las oraciones. Los senderos por donde se bajaba en busca del camino real hoy el turismo los puebla de automóviles y jóvenes que se pierden tras algún matorral.

A todo ello será preciso tornar antes que quedar aislado, muerto el día en que el cielo deje caer una de estas nevadas que hacen enmudecer la sierra. Cuando la primavera comienza, vuelven los lobos y rebecos a sus cumbres, en tanto el oso despierta,- como el tejón o la ardilla. Todo en torno a los pueblos se despereza y vive, salvo esos dos ansiados hilos que, tras estar tanto tiempo en el almacén, ya deben de estar oxidados, cubiertos de herrumbre y aburridos como sus futuros usuarios, que pagan impuestos, pero no padrinos; que cuestan poco, pero que, según parece, no hay dinero para pagar, a pesar de haber conocido monarquías y repúblicas, abandonados eternamente en el cajón de la mesa del ministro de turno.

Cuanto más miramos al futuro, más claro vemos la importancia del teléfono, hasta llegar a hacerse insustituible en los pueblos pequeños y en aldeas perdidas. Seguramente, el santo de éstas empeñaría de buen grado unos cuantos kilómetros de su recién inaugurado camino para poder charlar con sus colegas mártires y vírgenes. "Por aquí todo va bien", les diría, "sólo seguimos sin teléfono". Mas, como se sabe, en el cielo no entienden de esas cosas, y como allí no hay política, ni enfermedad, ni bautizos, ni bodas, lo más probable es que no lo echarán en falta y todo seguirá como estuvo siempre. Es decir: lo mismo que hoy. Tal es el destino de estos pueblos y aldeas.

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