Reivindicación de una réplica
Cuando Marcel Duchamp extendía su firma y las palabras pour copie, conforme sobre el borde de la copia que Ulf Linde había realizado del Grand Verre para el Museo de Arte Moderno de Estocolmo, ratificaba el fin de la concepción romántica de la obra de arte. El mismo Marcel Duchamp había ya realizado múltiples operaciones por las cuales entre el objeto y su consideración como pieza de arte lo único que existía era la deliberada intención de quien proponía llevar a término este acto significativo.El Grand Verre, la Glisière, los ready made, fueron también objeto de réplicas en diversas ocasiones con la explícita aceptación de Duchamp.
No es menos cierto que las reproducciones han alimentado el imaginario del arte a lo largo de los siglos. Adriano hace construir en su villa de Tívoli las arquitecturas que más le han emocionado en sus viajes como lord Burlington reproduce los edificios palladianos en los jardines de Chiswick o los venecianos reconstruyen su campanile frente a San Marcos, poco después de que éste se desmoronara a comienzos de nuestro siglo.
Pero, a pesar de tantos precedentes ilustres, no es menos cierto que el aleteo de la duda ha pasado sobre quienes estarnos ahora culminando la reconstrucción del pabellón que para la representación alemana construyera el arquitecto berlinés Mies van der Rohe en 1929 en las laderas de la montaña de Montjuic de Barcelona.
Este edificio que hemos visto reproducido docenas de veces en la mayoría de las historias del arte y de la arquitectura, cuya sencilla planta hemos mirado en tantas ocasiones sin acabar de retener la distancia entre el orden claro que parece mostramos y la intelectualizada tensión de los elementos desplazados, es un icono que desde hace más de 50 años produce una intensa energía sólo desde las páginas de los libros y de las revistas.
Un riesgo
Reconstruir el pabellón es, en esta situación, una intervención traumática. Por una parte, supone colocarse en la perspectiva duchampiana por la que se acepta, helas! una cierta inanidad de nuestras operaciones estéticas. Es difícil mantener la cuasi religiosa convicción de que el arte es productor de acontecimientos únicos, irrepetibles y transcendentes cuando su reproductibilidad invade todos los canales de difusión o cuando advertimos lo convencional de sus valores.
Pero no deja de ser atrevimiento el decidirse a hacer la prueba de volver a tener ante los ojos y con la tridimensionalidad de sus espacios lo que hasta hoy ha sido fundamentalmente una referencia gráfica. Rehacer el proyecto que Mies van der Rohe trazara apresuradamente a finales de 1928, peregrinar por las canteras de Italia, Grecia y norte de África en busca de materiales semejantes, visitar una y cien veces el lugar escogido por aquel arquitecto para implantar allí, de nuevo, en sus dimensiones, textura y colores reales aquella figura que todos tenemos en la mente es, sin duda, arriesgado.
Creo que tanto mis colegas Fernando Ramos y Cristian Cirici como yo mismo y todos los que hemos tenido alguna intervención en este trabajo somos conscientes de la distancia infranqueable que media entre el original y su réplica. No porque la calidad de su ejecución vaya a ser menor, que no lo es, o porque no sea posible saber exactamente cómo estaban resueltos todos los detalles del edificio, sino porque toda réplica es, sin duda, una reinterpretación.
De la misma manera que no nos es dado escuchar la Pasión según san Mateo tal como Bach la dirigiera en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig aunque siga siendo posible gozar de brillantes, sensibles y renovadas interpretaciones, también para esta pieza maestra de la arquitectura moderna -"tal vez el más importante edifico de este siglo", como dijera Peter Behrens- lo que nosotros hemos intentado llevar a buen término es una interpretación.
Fiel en el lugar en el que se reconstruye, aunque de momento lamentablemente afeada por un inoportuno edificio con aspecto de bunker que pide a gritos su desaparición; lo más exacta posible en la resolución de los detalles -"en los detalles está el mismo Dios", había dicho Mies en más de una ocasión-; primorosa en la elección de los materiales y en la disposición dimensional para la que no se han regateado estudios y consultas con toda clase de expertos y conocedores de la obra de Mies. Y, sin embargo, lo sabemos, finalmente distinta, segunda versión respecto de aquel pabellón construido demasiado deprisa, con la coartada de durar sólo unos meses, ejecutado con la tecnología tercermundista de la Barcelona de 1929, y dejando pendientes problemas conceptuales que a lo largo de toda su vida Mies van der Rohe lucharía una y otra vez por resolver en sus edificios.
Pero la razón que nos asiste, la más decisiva, no puede explicarse a través de la letra impresa so pena de caer, de nuevo, en el círculo cerrado de la arquitectura de papel. Habrá que ir hasta allí, pasear y ver el fulgurante contraste entre el edificio y su entorno, perder la mirada en la caligrafía de los mármoles acordados formando figuras caleidoscópicas, sentirse envuelto por un sistema de planos de piedra, cristal y agua que nos recogen y nos movilizan a través del espacio y contemplar el juego duro, tajante, de la escultura de bronce de la bailarina de Kolbe sobre el agua: esto es lo que nosotros podemos ahora ofrecer.
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