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Tribuna:LA REAL ACADEMIA CUBRE LA VACANTE DE ALEIXANDRE
Tribuna
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Vicente Aleixandre, un año después

Vicente Molina Foix

Velintonia era su domicilio histórico, su refugio, más íntimo, donde, en el centro de una escueta sala, esperó las horas que tarda en ponerse la huella imborrable sobre el rostro final, el cual en poco tiempo pasa de la expresión humana al misterioso rictus de la impasibilidad.Muchas horas conservó el del poeta la tersura y el color rubicundo de sus años octogenarios, en los que este enfermo inmemorial fue hasta el último día el memorioso y chispeante y lúcido conversador de siempre. Horas en las que el ajetreo sacudió la casa de costumbres tácitas, sólo alteradas en las fechas triunfales del Premio Nobel y por la muerte.

Al anochecer del día 14, aquel salón, con retratos isabelinos y sillones de oreja, había adquirido una aureola de irrealidad; los flashes y las voces no turbaban ya a las cuatro queridas mujeres de la casa que permanecían fielmente junto al cuerpo, pero el amontonamiento de las coronas sobre sus caballetes, las cintas negras y el rezo de unas monjas vecinas detrás de la ventana daban al sitio el aire de un altar votivo. Aquel florecimiento agobiaba de colores el cuarto en el que Aleixandre dejaba poco a poco la tierra sin perder la serenidad y la belleza que marcaron el tiempo de su agonía.

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En la mañana del día 15, y al menos una hora antes del sepelio, la casa volvió a verse poblada al unísono por el zumbido de la vida privada y la vida oficial. Ministros, potestades y cargos, y dos de las más altas instancias de la nación (el vicepresidente del Gobierno, la esposa del presidente) acudieron debida y respetuosamente a dar el saludo final al escritor, que fue sacado de la casa a en los hombros de un grupo de amigos. Era un día muy húmedo y muy frío; siempre recordaré que, en medio del dolor de la más grande privación, los ojos se fijaban en lo hermosas y lozanas que lucían sobre la losa las flores funerales mojadas por la lluvia. Pero tampoco es fácil olvidar el desbarajuste de aquel entierro. En un país tan dado a las disposiciones pomposas y el revuelo post mortem, resultaba curioso que el alcalde de la ciudad donde el escritor vivió 75 años y había escrito toda su obra no convocase a los conciudadanos a acompañar el cuerpo al cementerio ni dispusiese un itinerario de acceso a la Almudena y a la tumba, escondida entre los vericuetos de la enorme necrópolis. Muchos amigos y escritores siguieron al maestro hasta su sepultura, pero a costa de pérdidas, retrasos y resbalones en el barrizal. Para quien recordase las imágenes del multitudinario acompañamiento funeral de Jean Paul Sartre en París, el cortejo relativamente escaso de Aleixandre helaba el corazón.

Independencia

¿O acaso había justicia en que fuese así? Aleixandre era el más grande escritor del país y la figura reconocida por todos como símbolo de resistencia interior y rechazo al poder establecido sobre la sangre en los cuarenta años; su independencia, pues, por no hablar del valor literario de su obra, para mí, a la par con el de los mayores nombres de la poesía moderna en cualquier lengua, no fue menos valerosa ni significativa que la del filósofo francés, similarmente galardonada con el Nobel. La diferencia entre ambos, y quizá lo que explique el carácter dispar de sus adioses, estriba en que Aleixandre huyó siempre de la vida pública; no fue hombre de acción, aunque sus silencios y sus afirmaciones, sus acciones poéticas, resonaran como una pura campana de bronce en los silenciados páramos de la literatura española de posguerra.

Situaciones de comedia

La aversión de Aleixandre al relumbro era tan acusada que en alguna ocasión dio pie a situaciones de comedia. Así, cuando, tras la concesión del Nobel, un anterior alcalde madrileño tomó la decisión, de tan dudoso gusto, de sustituir el nombre de la calle de Wellingtonia, donde el poeta vivía, por el de Vicente Aleixandre, éste aceptó por discreción tal honor, aunque íntimamente hubiese preferido que no desapareciera del callejero ese término vegetal tan extendidamente unido a él (y que Aleixandre obligaba a sus amigos a escribir, embelleciendo el original, como Velintonia). Llegado el día del descubrimiento de las placas unos feísimos especímenes de cerámica pintada, ya medio rotos o sustraídos), la comitiva se encontró con la sorpresa de que el poeta de delicada salud no salía de su domicilio para cruzar la calle y honrarse a sí mismo; discursos y loas se dijeron a escasos metros del portal sin el festejado, que sólo al final, y sin gana, compareció fantasmalmente tras los visillos del hall de la vivienda y saludó con la mano, tapado, a las autoridades.

Más recientemente, un grupo de admiradores de su poesía quisimos organizar, con el apoyo expreso del poeta, unas jornadas literarias que huyesen precisamente de las coronaciones de laurel y las jaculatorias, para centrarse exclusivamente en una serie de análisis y conferencias sobre su obra a cargo de intelectuales que, conociéndola y apreciándola, nunca hubiesen antes hablado o escrito de ella. Luis de Pablo, Juan Benet, Francisco Nieva, Fernando Savater, Salvador Clotas, Carlos Saura (autor, antes de iniciar su carrera cinematográfica, de una bellísima colección de fotografías, quizá las mejores que existen de Aleixandre), eran algunos de los convocados. Por razones obvias se pensó en que las jornadas se celebrasen en Sevilla, lugar natal del poeta, y a tal efecto se recabó el apoyo de los organismos de la ciudad y el Gobierno andaluz; y hay que lamentarse de que, pese a los esfuerzos de quien personalmente trató de mover los hilos allí mismo (el poeta y catedrático Jorge Urrutia), en dos años, los que precedieron a la muerte del poeta, no hubo tiempo de aprobar el bajo presupuesto necesario para llevarlas a cabo. Siempre he pensado que la razón última de que este proyecto -cuya originalidad y carencia de boato ilusionaba a Aleixandre- fracasara estuvo en la sabida ausencia carnal del homenajeado, que no podría dar a los dignatarios la siempre buscada ocasión de desfilar bajo mazas, enjaretados de condecoraciones y con acompañamiento coral de voces blancas.

Silencio

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable". Esos amargos versos de Cernuda vienen a la memoria, y no porque Aleixandre sintiera nunca la amargura enconada de su paisano y amigo, ni porque le faltase al segundo el reconocimiento en vida que el primero tanto añoró en su exilio. Pero me atrevería a decir que en los últimos años de su vida (y aun ahora) sobre Aleixandre se hizo un silencio interminable por debajo de un superficial fragor de distinciones, laudes y bautizos de escuelas con su nombre. Un silencio olímpico que a menudo se cierne sobre los nombres indiscutibles cuyo peso y valor no es la figuración, sino el inefable legado de una idea o unas palabras bellas. Otros poetas y escritores de su generación y la siguiente acapararon la atención de los lectores y los animadores culturales, y a Aleixandre, sin negársele el alto mérito de su poesía, se le daba por sabido, por sobradamente honrado.

¿Sentiría alivio Aleixandre ante tal dorada preterición? El personaje furtivo y el enemigo de las ceremonias sin duda no echó en falta esa actualidad intelectual que en los tiempos presentes obliga a verse y a dejarse ver bajo los focos. Pero el poeta reclama, nos reclama, un nuevo acercamiento, relectura, disfrute y comprensión cabal del vasto dominio de su obra, cerrada, en sus dos libros últimos, a una altura de especulación abstracta insólita en la tradición poética española. En esa obra está (y no esperemos una generación para proclamarlo, faltándole a Aleixandre el beneficio histórico de una trágica muerte a destiempo, un exilio o un retorno grandioso a la patria) el pensamiento más sutil y profundo de la moderna literatura castellana, encarnado en alguna de las imágenes más hermosas y duraderas de este siglo.

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