Sobre la adulteración 'neofranquista' de la política
Cuando hace tres años se produjo el triunfo "socialista", éste lo fue no sólo por un programa de transformaciones a realizar, como porque con él se esperaba un estilo nuevo, una forma distinta de "hacer las cosas", incluso una ética política que se confiaba iba a ser diferente. Y estas expectativas no se han realizado. En el acto de la nominación de Luis Uruñuela como candidato andalulcista a la Junta de Andalucía dije entonces que "quizá el más grave pecado que el 'felipismo' está transmitiendo a nuestra sociedad sea el descrédito de los políticos, la idea de que sean de un color o sean de otro -gatos blancos o gatos negros- casi todos son iguales, la mayoría sucumbe al 'pesebrismo' y a la tentación de las muchas ventajas del poder, incluido el boato del mismo". Por lo que esta tendencia habría que cambiarla. Habría que rescatar la política de los vividores, los trepadores, los oportunistas, etcétera, que la degradan de su función y de su verdadero sentido. De no hacerse esto, la opinión pública comenzará pronto -está comenzando ya- a darle la razón a Franco cuando menospreciaba a la política y los políticos, y se atrevía a recomendar a sus propios ministros que "no hicieran política".Y es que la verdadera política -al menos la verdadera política democrática- tiene que identificarse como una reflexión en común, libre y participativa, sobre los fines de una sociedad, y los medios para conseguir aquéllos. Por tanto, supone decir la verdad y la renuncia a toda manipulación de la realidad social; y, por supuesto, a toda manipulación de la opinión pública. Pero además implica una ética de los comportamientos, porque así como la ética sin política es "intimismo subjetivista", también es cierto que, como decía Manuel Sacristán, "la política sin ética es politiquería". Lo que desgraciadamente está ocurriendo, y los síntomas son preocupantes. En política también hay que dar testimonio -dar ejemplo- en la forma de actuar. Y esto se olvida fácilmente. Máxime si, como decía Eugenio d'Ors, en nuestro país "la forma decide, el exterior decide, la actitud decide". Por lo que el estilo, la dignidad, "la forma de hacer las cosas" tiene tanta o más importancia que lo que efectivamente se haga. La política tiene, evidentemente, una dimensión ética que no puede pasar inadvertida, y que hoy por hoy se está olvidando peligrosamente.
Después de esta introducción, soy consciente de que si yo afirmo ahora que en el trienio "felipista" han reaparecido ciertas constantes franquistas, ello puede escandalizar a muchos. Por lo menos considerarlo exagerado. Y, sin embargo, yo recomendaría a éstos que reflexionasen conmigo seriamente sobre lo que a continuación voy a decir. Ya que si el franquismo se sostuvo tanto tiempo, no lo fue sólo por la represión -ningún régimen puede apoyarse exclusivamente sobre las bayonetas, y se ha dicho repetidamente-, sino porque tenía unos soportes sociológicos bastante fuertes. Ahora bien, son estos mismos soportes sociológicos -bien es verdad que ahora en un régimen de libertades formales, de parlamentarismo, de partidos políticos, y mediante los votos- sobre los que comienza a sostenerse el "felipisino". Veamos.
1. Hay un mecanismo que pudiéramos calificar como de "estabilizarse en la inercia", y éste se monta sobre la apatía, el desinterés -y, en definitiva, la despolitización- de la gran masa de la población de un país. Se trata de neutralizar todos los cauces de participación y diálogo, de conseguir una desmovilización de la sociedad, para que ésta se despreocupe de la res pública, aguante todo y acabe por olvidarse de cuantas corrupciones, irregularidades y, sobre todo, atentados a la verdad y la democracia suelen cometerse. Nadie podrá negar que esto está ocurriendo: son muchos los hechos que saltan durante un par de días a la luz de la Prensa, y después ya nadie más se acuerda de ellos, o terminan por minusvalorarse. En cualquier país más participativo y democrático serían suficientes para originar una cadena de dimisiones. Aquí -desde el "felipismo"- todo pasa y todo se olvida; jamás se llega al fondo de un asunto. Todo se cubre -como también ocurría durante el franquismo- con el suave mando de la despolitización y "dejar pasar el tiempo". Y se confía en este "dejar pasar el tiempo" como el mejor método para que se disuelvan los problemas.
2. También es cierto que el consabido mecanismo de fomentar la resignación del "yo o el caos" fué una constante abundantemente utilizada por el franquismo. Se trata de neutralizar cualquier otra alternativa política que pudiera ser ofrecida con el suficiente atractivo. Y ello mediante el temor de sus posibles riesgos. No hay que profundizar mucho para darse cuenta de que el "félipismo", tanto a su izquierda como a su derecha -puede ser, a lo mejor, en contra de sus buenos deseos-, ve cómo "no crece la yerba". El miedo a Fraga -en un amplio sector de la población- o el temor a los comunistas -por muy atemperado que esté, dada su actual crisis de identidad- son factores muy importantes para contentarse y aceptar "lo malo conocido a lo bueno por conocer. No de otro modo se explican los resultados de los sondeos. La gran baza del "felipismo" dominante es que en las próximas elecciones, aun "tapándose las narices", la mayoría del electorado no tenga otro remedio que votar al PSOE.
3. Otra característica, que otrora se dio en el franquismo y ahora se mantiene, es la de conseguir una cierta "estabilidad socioeconómica", aun a costa de tolerar toda índole de transgresiones legales y, sobre todo, corrupciones profesionales, empresariales y de la Administración pública. Las prácticas casi gansteriles abundan a todos los niveles, los hechos consumados y las formas de "aprovecharse al máximo" de cualquier situación son habituales y pudiéramos calificar como "normales". La táctica neofranquista es la siguiente: no desestabilizar "tirando de la manta". Algunos hechos saltan a la opinión pública, pero nunca pasa nada. No hay que crear nuevos problemas. Lo que se prefiere es dejar campo libre a un individualismo salvaje -que encuentre fácil campo para su engorde- y no desequilibrar una situación que debe mantenerse estable.
4. Por otra parte, nadie podrá negar la eficacia de esa táctica, tan sutilmente utilizada por Franco, del "chupe y del estacazo", y puesta en práctica para todos aquellos que giran en torno a los distintos escalones del poder. Se trata de asegurar fidelidades, bien por el agradecimiento o bien por el temor, dosificando hábilmente ambas magnitudes. De sobra es conocido cómo el fomento de los "intereses creados" o las ostentaciones de "nuevos ricos", dentro de la llamada "nueva clase política", actúa como un aglutinante que suprime veleidades y escrúpulos ideológicos. Así actuó Franco con los joseantonianos falangistas, y así hace el "felipismo" con la mayoría -no todos lo aceptan, y algunos se resisten- de los que todavía se consideran socialistas.
5. No podía faltar el triunfalismo y la manipulación. Dificilmente -y muy de pasada- se reconoce un fallo o un error. Todo funciona de la mejor manera en el mejor de los mundos posibles. Se hacen constantes comparaciones con otros países, tanto para justificar ciertos "males" como para exaltar "lo bien que lo hacernos". Su culminación es el último eslogan, Mucho y bien -que parece la propaganda de un hipermercado-, para calificar la labor del Gobierno "socialista". El franquismo, en su triunfalismo, también nos tenía acostumbrados a semejantes frases, primero con los X Años de la Victoria, después con los "25 Años de Paz". Ni que decir tiene que para que el triunfalismo funcione necesita ir acompañado de una descarada manipulación de la realidad social. Y en este aspecto, el último debate sobre el estado de la nación" fue realmente asombroso, aportándose datos falsos con la mayor naturalidad y desparpajo. Poco faltó para que, como en el franquismo, nos autocalificáramos como "la reserva espiritual de Occidente", o el modelo a imitar en cuanto a "consolidación de la democracia".
6. Y, por último, hoy vuelve a ser fundamental en la política la representación -más o menos teatral, a veces esperpéntica- a la que el pueblo asiste con la pasividad de espectador. Cada cuatro años se celebra el acto final, la traca última, el período electoral, tras el cual al pueblo, hasta entonces olvidado, se le invita a votar. Pero mientras tanto el público cada día participa menos, se inhibe más, y sólo contempla la actuación de los políticos como quien asiste a un espectáculo que, algunas veces, más que regocijarle le indigna. Como dice Baudrillard, "el mismo poder ha pasado a ser televisivo". La política se hace en función de la televisión. Al pueblo no se le ofrece unos fieles representantes suyos -bien preparados políticos- que cumplen lo que prometieron, sino que se le engaña con unos buenos actores que le distraigan, le diviertan o le irriten, pero en cualquier caso cumplan bien -televisivamente- su papel.
Bien es verdad que la política no es un solo problema de medios, deformas, de estilos o de ética, sino también. un problema de fines; hacia qué se camina o al menos qué se pretende. Hoy parece que el hallazgo en este campo es la modernización del país como meta a conseguir. Pero quedaría por explicitar mucho más este concepto, ya que sí no parecería que el ideal se reduce a acercarse cada día más al modo de vida norteamericano. Por lo que se concretaría en la modernización de los neoconservadores, que sólo buscan la técnica por la técnica, el crecimiento por el crecimiento, el liberalismo capitalista como procedimiento idóneo y la racionalidad administrativa como la aspiración máxima. Pero nada defines, y mucho menos de justificación moral alguna; nada de nuevos valores o de modelo de sociedad distinto. La modernidad sería así la disolución de toda razón superior, ésta que fuese más sustantiva; más ética, más solidaria. Pienso que el "felipismo" está olvidando que la fuerza política radica también en una ideología política convertida en creencia, en fe, en utopía por la que luchar y sacríficarse. Y esto no es anacrónico ni obsoleto. Los valores morales son esenciales en cualquier proyecto de futuro. Es esencial que se establezcan nuevos, marcos de convivencia, un nuevo concepto de competitividad -no el exclusivamente egoísta y depredador-, sino en el contexto más amplio de la cooperación y solidaridad. Por supuesto que el modelo no está detrás de la puerta, y no se puede simplificar. al modo de las utopías clásicas, incluida la marxista. Pero me niego a creer, contra el hoy desencantado Régis Debray, que la política sea la ciencia de los problemas insolubles.
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