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Antonio Tovar, en Babel como en su casa

Para que no haya conflicto lingüístico es necesario "el bilingüismo sinceramente aplicado"

Antonio Tovar es miembro de ese club microscópico de personas que han perdido más o menos la cuenta de los idiomas que saben. El dice que sabe "los que todo el mundo"; esto es, el francés, el inglés, el alemán y el italiano. Pero luego, en la evocación de una vida que incluye unos 20 años fuera de España y la publicación de 400 obras entre libros y artículos científicos, Tovar recuerda que hablaba el "valenciano" ya de muy niño, cita -y muestra con naturalidad- la gramática de búlgaro antiguo que escribió en cierta ocasión, alude al paso a sus estudios del irlandés antiguo y moderno y reconoce que la lengua más rara que conoce es el mataco, que están a punto de dejar de hablar unos 8.000 indios del Chaco argentino, a orillas del Pilcomayo.

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Sus estudios de esta lengua indígena, realizados durante unos años de docencia en Argentina, le per mitieron escribir sus célebres Relatos y diálogos de los matacos (editados por Cultura Hispánica), obra rebosante de poesía, que traspasó los círculos de los especialistas. Argentina fue para este catedrático de latín una de las escalas de un exilio semivoluntario que se prolongó de 1956 a 1979 con una pausa de dos años. El escritor ha explicado en varias ocasiones la evolución de su pensamiento político, que le condujo a un humanismo democrático y a un rompimiento con el régimen de Franco, a partir de 1956, desde una apasionada militancia en la Falange. La capacidad lingüística de Tovar se ha prestado a la circulación de leyendas. Él precisa la que se refiere a su fulgurante aprendizaje del griego moderno: era el año 1933 y formaba parte de un grupo de 100 estudiantes con suerte, entre ellos Salvador Espriu y Guillermo Díaz Plaja, que navegaban por el Mediterráneo guiados por 30 profesores. Tovar tenía una guía utilitaria de griego moderno que se aprendió durante el viaje, y cuan do llegaron a Atenas decidió no dormir y pasó la noche hablando con taxistas y camareros. "Por la mañana a me había soltado", dice.

El despacho de Antonio Tovar en su casa de Madrid es el que co rresponde a su imagen de lingüista y filólogo, a su hablar pausado, tolerante, y a sus gruesas gafas de lector profesional. Los libros desbor dan las bibliotecas e invaden inclu so el suelo en montones de orden secreto, pero respetan los recuerdos, el retrato de niña de una de sus hijas, hoy casada y madre, o la máscara barbuda de un dios lejano. En la penumbra de un cerco de libros la figura de Tovar se recorta contra una doble ventana en esqui na y el rumor de la ciudad.

Tovar encuentra a tiro hecho las actas del último pleno de diccionario de la Academia Española, en el que los académicos no quedaron convencidos con la definición propuesta de detenido: "Dícese de la persona a la que se retiene y priva de libertad", y devolvieron la palabra a comisión. Allí le han de encontrar ahora matices de mayor exactitud. Este académico pertenece en la Española al grupo de los lingüistas, que, se diferencian de los creadores, y su trabajo en el diccionario es para él disciplina diaria La vigésima edición, que salió e¡ año pasado, incorporó 20.000 cambios, y a él se debía el trabajo básico de repasar las palabras de la g a la p.

La paz

En la polémica sobre la preparación lingüística de los periodistas, Tovar piensa que "los defectos de la Prensa son los que hay en el ambiente, y la gente habla mal". "En la época moderna se ha perdido el respeto a la lengua", comenta, y recuerda que cuando fue a vivir a Buenos Aires descubrió que allí se consultaba mucho el diccionario. Cierto periódico tenía como corrector de estilo a un catalán culto que trabajaba siempre con el diccionario. "Los catalanes cultos no se consideran dueños de la lengua como nosotros". Esos periódicos argentinos, observa, tenían un gran respeto a la lengua, "aunque también una mayor timidez".

Al escritor no le sorprende que el homenaje que se le ha tributado en Madrid haya tenido la paz por tema principal del número de la Revista del Conocimiento a él dedicada. "Yo, que viví la guerra tan de cerca, soy un pacifista convencido", afirma, y para decirlo quiebra ligeramente su hablar tranquilo. "No se trata de tirar las armas y meterse en la cama", precisa, y señala que "no soy tan crítico como otros con la política del Gobierno" en lo que se refiere a la OTAN, si bien "me hubiera gustado más una política como la sueca", esto es, de neutralidad alerta. "En lo que estoy de acuerdo es en la reducción de las bases norteamericanas en España". Una visión parecida, de Antonio Tovar pacifista, debió de tener el jurado del Premio Goethe, que se lo concedió en 1981 "por su labor en favor del acercamiento entre los pueblos". Minutos antes, por ejemplo, Tovar ha comentado su intercambio epistolar, en ruso y español, con un profesor de la universidad de Tiflis (Georgia, URSS), autor de un trabajo en ruso sobre el vascuence.

En España no se ha producido un conflicto lingüístico, piensa Tovar, porque "se ha entrado en la única forma pacífica que. convivencia, que impone la tolerancia", dice. "La solución no es más. que el bilingüismo sinceramente aplicado". Para el filólogo, la política más avanzada en este campo ha sido desarrollada en la Unión Soviética, donde todo el mundo sabe el ruso pero se respetan las lenguas de la federación. Recuerda, de su tiempo de profesor en la universidad de Tubinga, en la República Federal de Alemania, que jóvenes refugiadas soviéticas de origen alemán conocían bastante esa lengua, al contrario que las refugiadas del mismo origen de otros países del telón de acero.

Buena parte de la obra de Tovar la compone la crítica literaria, que ahora practica poco: "No tengo tiempo", se queja. El académico cree en la utilidad de esta disciplina, "porque ayuda. a la cultura y anima a la gente a leer". "Cuando yo era joven", evoca, "leía los libros que recomendaba la sección literaria de El Sol". Pero la suya era un tipo de crítica no muy frecuente: escribía sólo cuando el libro merecía la pena y para subrayar lo que tuviera de bueno. "Cuando no me gustaba no lo reseñaba". Esta norma se quebraba cuando por alguna razón el libro era un fraude: una mala traducción, por ejemplo, de alguien que hubiera debido saber traducir.

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