Mi deuda externa
Todo indica que le debo 1.700 dólares a la gran banca internacional, al FMI o al BID, que son los mayores banqueros del mundo. Y no sé en qué me los gasté. He escuchado atentamente las declaraciones del presidente uruguayo, Julio María Sanguinetti, en su reciente viaje a España, y las del general Líber Seregni, mi candidato, y ambos me confirman la deuda: todos los uruguayos, ausentes o presentes, ex exiliados, ex presos políticos, los jubilados, los adolescentes y los niños de pecho hemos contraído esa deuda con la gran banca, aunque yo no me compré ninguna picana eléctrica ni una metralleta nueva en los últimos años. También la tienen los argentinos, los peruanos y los mexicanos, porque ésa es una virtud de las democracias, nuevas o viejas: los préstamos se reparten entre pocos, pero la deuda se paga entre todos, ricos o pobres, militares o civiles, no en parte proporcional al usufructo, sino estadísticamente, que es como igualan las democracias. Tampoco hay un sistema de rebajas para los presos políticos sobrevivientes a las dictaduras, ni para los exiliados: la deuda con la banca internacional es incólume, indeleble, inmarcesible, indivisible e inconsútil. Como las epidemias, nos ataca a todos, sean cuales sean nuestras culpas. El SIDA selecciona: se dirige a los promiscuos; la deuda externa, en cambio, es demócrata: nos concierne a todos los tercermundistas. Como un tumor canceroso extendiendo sus células malignas sin discriminación, sin un criterio. Si yo no solicité el crédito ni me gasté los 1.700 dólares en un viaje a Hawai, está claro que alguien los pidió en mi nombre y se los gastó, lo cual no afecta, parece, a mi condición de morosa. Es una deuda casi metafísica: aunque no conste mi solicitud, igual debo pagar mi parte, por el hecho de haber nacido en un triste y pobre país, no en Europa o en Estados Unidos, que es donde nace la gente que presta dinero, no la que lo pide. Debo aceptar la deuda con la fatalidad de los marginados: víctimas de un orden trascendente, superior, cuya sede está en Washington, en Japón o en Francfort, y del cual posiblemente ni siquiera han oído hablar.Debo pagar, dicen mis acreedores, aunque no tengo con qué. No puedo hipotecar la casa que no es mía, ni vender el auto que nunca compré con los 1.700 dólares, ni empeñar las joyas de mi abuela genovesa emigrante, porque nunca las tuvo. ¿Y si me declaro insolvente? Tendré que consultar a Manuel Navarro, el genial comentarista de EL PAIS, el escritor de más talento imaginativo y don de la metáfora que nos ha dado la democracia. (En realidad, un gran escritor se reconoce siempre por los títulos. Algunos de los artículos de Manuel Navarro tienen títulos memorables: Un suspiro de madrugada es un grito que llega a mil estrellas, La búsqueda de la perfección aleja al hombre de sí mismo, Acomodarse a esa gran fuga que es el
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Mi deuda externa
Viene de la página 11 tiempo, Ciertos latidos de ausencia en incierta sola soledad, Eternamente nacer mientras canta el agua.) Estoy segura de que Manuel Navarro (y no Miguel Boyer) ya se lo ha pensado. Si le digo a Manuel Navarro que quiero declararme insolvente, seguramente me contestará con alguna frase inteligente como: "Nadie osa pisar el pentagrama de las estrellas", o "El bufido inmarcesible del elefante produce la oscilación del trigo", con lo cual mi deuda permanecerá igual, pero quizá se me ocurra escribir una novela. Si escribo una novela antes de que venza el nuevo plazo de la deuda, con mis derechos de autor, que son el 10% de cada ejemplar vendido, quizá pueda pagar el 10% de mi deuda con el FMI, como preconiza Alan García, el nuevo galán de la política latinoamericana. Ahora bien, ¿con qué viviré el resto del tiempo? Fidel Castro, que es un radical, y eso no se usa para nada en los posmodernos años ochenta (años poco memorables si exceptuamos el esperpéntico SIDA), sugiere, en cambio, no pagar. Es la solución que tienta más a mi cabeza y a mi bolsillo. Pero, claro, provoca gran alboroto. Si no pago mis 1.700 dólares (o, por lo menos, 170, o sea, el 10%), el FMI y el BID nos castigarán a todos, negándonos cualquier crédito futuro. Esto quiere decir que los militares latinoamericanos no podrán renovar sus eficaces instrumentos de represión, que se pasearán por las plazas con tanques de la guerra del cuarenta y sufrirán una grave depresión: a los militares, como a los niños, les gustan los juguetes nuevos, aunque duren poco. Tampoco se construirán casas ni se instalarán industrias, cosa que jamás se hace con los préstamos que se reciben para eso, pero al que presta no le importa en qué se gasta y el que recibe no informa a los contribuyentes. Me parece que el asunto es mucho más grave que eso: si no pago, el FMI y el BID no le prestará más dinero a quien lo solicita por mí, y si la banca deja de Í conceder créditos, ¿para qué sirve la banca? ¿A qué se podrían dedicar los banqueros ricos si no hubiera países pobres a quienes prestar dinero? Seguramente, sería el derrumbe de la economía occidental, de este delicado tejido de araña que nos envuelve a todos.Entonces, espantada ante la posiblidad de que mis 1.700 dólares de deuda provoquen la hecatombe del sistema bajo el que nací, creí y padecí, es que comprendo la sabiduría de la gran banca: para pagar el 10% de mi deuda, debo dirigirme a la sucursal más próxima del FMI o del BID y solicitar un nuevo crédito. Lo recibiré muy gentilmente en la ventanilla número 4 y, en la 5, muy gentilmente, lo entregaré como 10% de mi deuda.
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