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El cine pierde a un mito y a un gran actor

El actor y su doble

Hay pocos actores de cine que hayan gozado, o padecido, de tan fuerte identidad fotogénica como Yul Brynner. Esta identidad se creó sobre una impostura. Una máscara teatral ocupó el lugar de la verdadera fisonomía del hombre. Una ficción se encaramó sobre una verdad y un maquillaje se convirtió en piel. Yul Brynner -a la inversa de lo que pide la lógica de su oficio- se hizo en vida prolongación de un personaje, aquel que en 1956 lo lanzó a la popularidad con el filme El rey y yo.

Siete años antes, en 1949, Laszlo Benedek grabó para el museo de curiosidades del cine, en Muelles de Nueva York, la cara auténtica de Yul Brynner, antes de que su esquilado con máquina rasuradora se superpusiera a ella. Era el rostro mapamundi de un sujeto con anodinos rasgos orientales, enlutado y con pajarita. Sus pronunciadas entradas ponían en riesgo de carcajada a una cabellera negra que, vista de frente, parecía una mancha de tinta china, y de perfil la caricatura, achulada por un baño de fijador, de la de Bela Lugosi. Un rostro así no tenía nada que hacer, salvo el ridículo, en el cine. Y nada hizo.

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Para llegar a interpretar su segunda película, Brynner no sólo tuvo que esperar seis años en Broadway, sino encontrar la manera de modificar su auténtica fisonomía y convertirse en un impostor de sí mismo. Hay una frase de Brynner poco conocida que lo define bien.

En 1959 se rodaba en los alrededores de Madrid -dirigida por King Vidor- Salomón y la reina de Saba. Estaba muy adelantado el rodaje cuando el protagonista, Tyrone Power, murió repentinamente y Brynner fue contratado para ocupar su puesto en el reparto. Una noche, en el bar de un hotel madrileño, se acercó al actor una muchacha y le preguntó: "¿Es usted Yul Brynner?". Él, sentado en un taburete ante la barra, con una copa en las manos y sin volver la mirada hacia su interlocutora, respondió secamente: "No. Yo soy su doble". Era una forma poco delicada de zafarse de una cazadora de autógrafos, pero indirectamente expresaba una extraña verdad.

Este actor de especie única fue en carne y hueso doble de sí mismo y -como el Monstruo del Museo de Cera y el Fantasma de la ópera- vivió durante décadas con su máscara puesta incluso en sueños. Esto le hizo sujeto de una duplicidad que se hizo parte visceral de su carácter. De ahí que cuando el personaje que interpretaba le daba pie para sacar a la luz al mismo tiempo su yo y su doble, Brynner alcanzaba sus más auténticas interpretaciones.

En estas películas hizo siempre de sí mismo o, con más exactitud, de sí mismos, de él y el otro que habitaba bajo él. De ahí esa autenticidad a la que me referí. La del oficial soviético de Rojo atardecer, un filme mediocre de Anatole Litvak, rodado en 1959, en el que sorprende un poco cómo, entre tanta superficialidad, Brynner se las arregla para otorgar cierta veracidad a su personaje fantoche. Era éste, como él mismo, un personaje doble: por fuera, una máscara de roca; por dentro, un hombre común, muy común.

Dos en uno

Lo mismo ocurre con Los siete magníficos, un western de John Sturgess realizado en 1961 e inspirado en Los siete samurais, de Akira Kurosawa. Había en él duplicidad encarnada en la duplicidad de Brynner: bajo el aparatoso ceremonial mortífero de un pistolero se agazapaba un apacible granjero inhibido.

En su creación del monarca siamés en El rey y yo, que le valió el oscar al mejor actor en 1956, tras del berroqueño hermetismo de su encarnación del poder absoluto, Brynner dejaba asomar su almita de buen burgués al que se le cae la baba contemplando el despliegue de moral casera de una maestra de escuela británica. Pero la cumbre de ese doble Brynner está en su creación de aquel director de orquesta megalómano que bajo su aparatosa petulancia esconde a un buen hombre, en la gran comedia de Stanley Donen Volverás a mí, que es probablemente su mejor creación.

Brynner acertaba cuando hacía de sí mismo; o sea, cuando hacía de dos en uno. Pero cuando se veía obligado a interpretar a otro, a un tercero, su trabajo se tornaba forzado, rutinario, superficial: el sureño bastardo de El ruido y la furia, el Mitia de Los hermanos Karamazov, el ruso blanco de Anastasia, por sólo poner unas muestras de lo malos actores que podían llegar a ser Yul Brynner y su doble.

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