'Quintacolumnistas'
Una anécdota ilustrativa. Hace algunos años el jefe de medios informativos del festival le entregaba a José Luis Balbín una acreditación de determinado color, a lo que Balbín objetó: "Hombre, me pones con los periodistas". No se confundan. Más que altanería, en la contrariedad del invitado palpitaba un lógico temor a las limitaciones que el acudir al certamen donostiarra en calidad de reportero acarrea.
Explícitamente, el pase facilita al informador el acceso a las distintas secciones y a la proyección matinal de la sección oficial. Allí se les ve, víctimas de la ojera y la legaña, viendo amanecer como quien dice en cinemascope, a los quintacolumnistas del cuarto poder. Cierto que tienen la alternativa de aguardar a la sesión de noche, porque la película se ve incentivada por el txistu, los coraceros, los vestidos de lamé y otros deslumbrantes aderezos. Para lo cual habrán de aguardar en la puerta de servicio, junto a las taquillas, y en su momento subir al gallinero. Terminarán con dolor de articulaciones en las piernas y rabadilla.
El festival, del que se evidencia como mejora más digna de aplauso la eliminación de ciertas insufribles horteradas -como las luces palpebrantes de la fachada y el y el hilo musical de los entreactos-, sigue adoleciendo de rigidez jerárquica. Muchos representantes de la prensa se vieron privados de asistir al cóctel previo a la inauguración y a la recepción posterior por carecer de un mágico salvoconducto en papel color hueso repartido con cuentagotas y selectividad. A estos salones no se dirige uno con ánimo de empapuzarse de canapés, sino para informarse y, en suma, trabajar.
No basta con exhibir la acreditación, sino que, como en Un día en las carreras, de los hermanos Marx, el reportero precisa de otra acreditación que acredite que está acreditado. Con todos sus innegables avances, en el festival sigue habiendo clases.
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