A la cola
Llama poderosamente la atención el fino instinto del espectador de a pie, aquí, en Donostia. Siempre se le ve en la cola más certera, en la sala más sustanciosa, ante el espectáculo más gratificante. Forma corrillos madrugadores, mañaneros o vespertinos, con ese ademán neutro e inadvertido de los personajes de Hitchcock a punto de ingresar en la gran aventura. Rara vez le embaucan. Casi nunca le hacen tragarse un tocho. Constituye un fenómeno incontrolable, y suponemos que su estudio es obligatorio para los industriales de la cinematografía. En un clima de bambolla y tecnicolor, de lendakaris y maceros como el que acompaña a las inauguraciones de festivales, el hombre de la cola adquiere, por contraste, brillo propio y se perfila más que nunca como raíz y fruto, principio y fin de todo este universo de vanidades, turismo y dividendos. Sin él no habría nada de esto.
El olfato del hombre de la cola, portentoso e innato, trae de cabeza a publicitarios y distribuidores. Esa jovencita incolora, ese sesentón grisáceo, ese muchacho anodino, esa señora del moño que aguardan turno ante la taquilla no son ni cinéfilos, ni socios de cineclub, ni coleccionistas de autógrafos. Se guían por la imprecisa brújula de las carteleras, por el mapa equívoco del reparto, por la sonoridad engañosa de un título, y para desesperación de los profesionales del medio, no se equivocan nunca.
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