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Reportaje:La insólita oferta cultural de los viajes organizados para extranjeros

Barcelona, depende del autocar con que se mire

"Bienvenidos a Barcelona. Mi nombre es Giovanni. El del conductor, Manolo". El autocar, cargado hasta el cuentakilómetros de turistas italianos -en su mayoría-, franceses y filipinos, abandona perezosamente la Ronda Universidad para recorrer las bellezas muy poco ocultas de. una ciudad acalorada desde las 10 de la mañana. Ha habido cierto lío a la hora de distribuir en los vehículos a los rebaños sedientos de monumentalidad, pero al fin los criterios lingüísticos se han impuesto: en el coche de delante viajan anglófonos e hispanófonos, en el de detrás francófonos e italianófonos.Giovanni no se Rama sólo Giovanni. Se llama también Jean, cuando se dirige a los franceses y Joan, sencillamente, cuando cruza cómplices comentarios con otros guías. Habla un esperanto turístico de rotunda efectividad. Desde el momento en que agarra el micrófono no calla: desgrana datos sobre número de habitantes, extensión del área urbana y años de fundación de una capital impasible a sus explicaciones.

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El síndrome de la postal

La plaza de Catalunya, vista desde la ventanilla y conceptuada como "centro financiero de la ciudad", no se parece en nada a la que conocíamos de toda la vida y se parece en todo a otros centros financieros de ciudades ya visitadas: tales son las manifestaciones más- aparentes de esa curiosa enfermedad turística conocida como el síndrome de la postal. A partir de este momento va a ser imprescindible que todo tenga un nombre, un título aplicable a las dimensiones visuales homologadas por el Servicio de Correos. Si algo no se adapta al formato tópico -esto es, al formato del lugar, común porque se conoce desde una comunidad de intereses no va a llegar nunca al destinatario. La postal es una tarjeta de visita (de visita turística) que legitima el interés de lo visitado: mientras haya postal no hay fraude posible, aquello valía la pena y no se nos está dando gato por fiebre.

La fachada principal de la Catedral alarga su sombra hacia un multicolor cementerio de elefante hecho de autocares en reposo. El guía anuncia la parada y advierte sobre posibles dificultades a la entrada del recinto sagrado para quienes han olvidado la compostura religiosa, prefiriendo los shorts y los hombros descubiertos. La polémica que sigue tiene la dignidad suficiente para figurar en un filme de Fellini: la señora napolítana, obligada a realizar la visita sin sus impúdicos marido e hija que habrán de esperar en el claustro, no discute al cancerbero catedralicio la validez moral de la prohibición, sino el hecho de no haber sido alertada sobre el rigor de costumbres del país. Se lamenta también de la poca visión comercial de nuestro clero: "Podrían poner impermeables de alquiler, como en el Vaticano. Hemos pagado un dinero para ver todo lo que hay que ver". -

El Ayuntamiento no plantea problemas de indumentaria: allí puede entrarse arrastrando las chanclas playeras y luciendo la pantorrilla. Lo que ya no se puede hacer es sentarse en el sillón del alcalde como hace aquel señor gordo que confunde el primer asiento de la ciudad con una silla plegable instalada en una acera del barrio de Trastevere. Discretamente, el funcionario de turno indica la falta, obteniendo cívico consenso general y cierto bochorno para el implicado. De camino, a pie, hacia la plaza del Rei, se advierte en el grupo intereses diversificados: algunos se extasían frente al escaparate de bisutería, otros se dejan tentar por los croissants de un chiringuito y otros aún siguen al guía, pidiendo aquellas informaciones adicionales que harán más culto su periplo urbano. Colón se vende bien al turista: tanto el Salón del Tinell, donde fue recibido el descubridor por los Reyes Católicos, como la reproducción de su carabela anclada en el puerto o su adorable monumento al final de las Ramblas suscitan el interés general y una divertida discusión sobre la bondad o maldad de los conquistadores.

En la calle Tapineria se produce la primera entrada a una de esas tiendas de souvenirs. El pretexto ha sido admirar la histórica bóveda del local, el propósito mirar de agenciar algún cachivache al personal desorientado. Objetivo conseguido: los niños filipinos salen, cada uno de ellos, con un par de castañuelas cuyo estrépito se sobrepondrá en el autocar a las explicaciones del guía. Al principio hay alguna protesta por tan folklórica interferencia, pero luego parece como si todo el mundo aceptara la extraña música de fondo, que bien podría inspirar a John Cage.

Vista panorámica

Sube pesadamente el coche por la ladera de la montaña de Montjuïc y, cuando atraviesa la plaza Dante, Giovanni larga de memoria el inicio del Canto III del Infierno de la Divina Comedia. Luego pregunta de quien son los versos, si de Carducci, Ungaretti o Dante, pero no espera la respuesta, que tal vez hubiera tardado en Regar, deshaciendo él mismo el entuerto.

"A su derecha, vista panorámica de la ciudad". De nuevo la obsesión por el título, que muy difícilmente hubiera podido ser otro a tenor de cuanto se observa desde el Palacio Nacional. Hay unos minutos para bajar y ejercer el predilecto deporte del turista: abrir y cerrar el diafragma de la cámara, teniendo muy en cuenta que ningún extraño se cuele en el recuadro. Se puede viajar en grupo, pero a la hora de la foto hay que estar solos, solos ante la ciudad.

El Pueblo Español, para quien no lo supiera, es un conjunto de casas españolas típicas construido con motivo de la Exposición Universal de 1929. Los grupos se someten pasivamente a casi todo: foto colectiva, visita a tiendas, consumición en el bar. Se ha producido poco a poco el agotamiento, las resistencias han sido vencidas a base de subir y bajar del autocar. Una mujer sale presta de su tienda y coloca a un niño un sombrero mejicano. Luego, trata de convencer a la madre de la belleza de tan singular tocado. Un hombre ofrece vino de una botella cuyo tapón es una espeluznante cabeza de toro: como si de un temible elixir se tratara, los visitantes se esconden los unos tras los otros, acabados. A la salida, a los filipinos aún les queda aliento para sacarse una foto junto a unos policías nacionales a caballo. No están en Canadá, aunque podría ser que sí: todo depende del autocar con que se mire.

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