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El secuestro del avión de la TWA

La irresistible ascensión de un ex 'marine'

Robert McFarlane, consejero de Seguridad Nacional y brazo derecho de Reagan en la crisis de los rehenes

Francisco G. Basterra

, Robert McFarlane no posee la brillantez ideológica de Kissinger ni la agresividad de Brzezinski, y sus teorías de política internacional no son éxitos de venta; pero este ex marine, de 47 años, ha conducido con habilidad y prudencia la negociación diplomática de la crisis de los rehenes norteamericanos en Beirut desde su puesto de consejero de Seguridad Nacional. Él fue quien le ofreció a Ronald Reagan el contacto con el dirigente de la milicia shií Amal, Nabih. Berri, y estos dos hombres son, cada uno en un bando, los auténticos protagonistas del secuestro del vuelo 847 de la TWA, que ha vuelto a demostrar una vez más los límites del poder de una superpotencia para responder al terrorismo.

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En los últimos 15 días, la luz de su despacho, en la esquina del ala oeste de la Casa Blanca, adonde fue ascendido desde una habitación en el sótano el pasado invierno, ha sido la última en apagarse en la mansión presidencial. Los contactos con el presidente sirio, Hafez el Asad, o con el Gobierno de Teherán, que dijo que "no podía ayudar" han sido establecidos por este hombre, con apariencia de eterno número dos, que se ha convertido en pocos meses en el formulador de la política exterior y de defensa de la Administración Reagan. McFarlane, que comenzó su carrera en Washington con una beca para trabajar en la Administración en 1971, bajo la presidencia de Nixon, es, sin duda, la revelación del segundo mandato de Reagan.

Poder e influencia

Su poder e influencia se comparan con los del secretario de Estado, George Shultz, con quien forma equipo en las batallas internas de la Administración, que tradicionalmente enfrentan a estos dos hombres con el secretario de Defensa, Caspar Weinberger. El consejero de Seguridad Nacional y los secretarios de Estado, Defensa y el director de la CIA, William Casey, forman la familia que decide en sus reuniones con el presidente la política de Estados Unidos. Los observadores se preguntan cómo este hombre -graduado en la academia naval de Annapolis en 1958, desde donde ingresó en los marines, con quienes desembarcó en Vietnam- ha logrado convertirse en imprescindible para Reagan.

En sus recomendaciones a Reagan, McFarlane pone siempre énfasis en la diplomacia, pero defiende también un uso selectivo de la fuerza, precisamente la línea de acción de la Casa Blanca en esta crisis. Forzar las opciones negociadoras y estimular concesiones amenazando con la utilización controlada de la fuerza militar.

La experiencia de McFarlane en Oriente Próximo se deriva de cuando, en 1983, fue enviado especial de Reagan a la región. Posteriormente, en febrero de 1984, se enfrentó a Weinberger y al Pentágono, que no quisieron usar la fuerza para mantener la presencia norteamericana en Líbano. Teníamos tres opciones, explica hoy McFarlane. Preservar nuestros intereses a un gran coste, que hubiera supuesto ir a la guerra contra Siria, o irnos. La tercera posibilidad era "el uso selectivo de la fuerza en apoyo de una diplomacia ágil", pero la pugna entre Shultz y Weinberger impidió este tipo de solución. "Como no podíamos ir a un enfrentamiento con Siria, le recomendé al presidente que abandonáramos Líbano".

Mensajero de lo malo

McFarlane es el mensajero que lleva las malas noticias a Reagan. En una semana tuvo que despertar dos veces al jefe del Estado para anunciarle el secuestro del avión de la TWA y el asesinato de cuatro marines por guerrilleros izquierdistas en El Salvador. Es también el encargado de coordinar la respuesta a actos de este tipo y, tras lograr un consenso entre los diferentes departamentos de la Administración, presentar al presidente las opciones para que éste elija. Su lealtad, capacidad de conciliación y eficacia, que han hecho que por primera vez en muchos años el Consejo de Seguridad Nacional funcione sin una continua batalla con el Departamento de Estado, como en los tiempos de Kissinger-Rogers o Brzezinski-Vance, le han valido la confianza del presidente Regan.

McFarlane conoce perfectamente los entresijos de la Administración, es discreto, capaz de trabajar en equipo. Le gusta escuchar más que hablar, y los que le conocen afirman que en las reuniones importantes siempre formula las mejores preguntas. Cumple con las condiciones del lema que Reagan tiene sobre la mesa de su despacho Oval: "No hay límites para lo que un hombre puede hacer o adónde puede llegar si no le importa quién se apunta el tanto".

Todos estos datos, que dibujarían en otro caso la personalidad de un burócrata gris, no se conforman con la realidad del personaje. McFarlane ha conseguido controlar la batalla entre Shultz y Weinberger. Ha triunfado sobre los sectores más conservadores del Partido Republicano, que querían que Jeanne Kirkpatrick ocupara su puesto, y ha logrado atenuar la retórica anticomunista de Ronald Reagan.Para sus críticos, McFarlane no es un pensador, es demasiado rígido, carece de imaginación y "sólo es un buen inecánico" carente de capacidad creativa.

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