El juicio de Buenos Aires saca a la palestra el papel del nuncio Laghi durante la represión
"Monseñor Pío Laghi tenía la misma impresión que yo, en el sentido de que los sacerdotes habían sido asesinados por fuerzas de seguridad. Por supuesto, él sabía mucho más que yo. Estaba horrorizado. Pude verlo en su rostro. El nuncio me dijo: 'Tuve que darle la hostia al general Suárez-Mason y puede imaginar lo que sentí como cura. Sentí ganas de pegarle con el puño en la cara", relató ayer Robert Cox, ex director del Buenos Aires Herald hasta el año 1979. La declaración de este testigo en el juicio contra los miembros de las tres primeras juntas militares argentinas saca a la palestra el papel del nuncio Laghi durante la guerra sucia.
Cox debió asilarse en Estados Unidos tras haber acumulado más de un millar de amenazas de muerte; las más serias, destinadas a su hijo de nueve años. Con su testimonio regresa a la palestra del escándalo políticoreligioso la figura de Pío Laghi, personaje clave en la actual diplomacia vaticana, ex nuncio en Buenos Aires durante los peores años de la represión y actual nuncio en Washington.A petición del Gobierno radical, su nombre fue suprimido de las listas de involucrados en la guerra sucia elaboradas por la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep) para evitar tensiones con el Vaticano, mediador entre Argentina y Chile por el conflicto del límite austral del canal de Beagle.
Sin embargo, las investigaciones de la Conadep sobre Pío Laghi trascendieron y se supo, entre otros hechos, que había realizado visitas oficiales a campos clandestinos de exterminio en la provincia de Tucumán cuando las tropas combatían allí la guerrilla rural del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
En julio de 1976, un grupo de tareas paramilitar asesinó en la iglesia de San Patricio de Buenos Aires a tres sacerdotes y a dos seminaristas de la orden de los palotinos, que dedicaban sus vidas a la juventud marginada. La habitación en la que los religiosos fueron ametrallados parecía un matadero, y en las paredes escribieron leyendas con la sangre de las víctimas: "Ésta es la gente que envenena la mente de los jóvenes" o "Ésta es la venganza por nuestros camaradas caídos". La carnicería fue atribuida a la subversión de izquierdas. Ni aun en este caso monseñor Pío Laghi levantó la voz de la Iglesia, de tremenda fuerza en este país, para intentar detener la matanza. El general Suárez-Mason, al que alude el diálogo entre Bob Cox y Pío Laghi, fue comandante en jefe del Primer Cuerpo de Ejército, acantonado en Campo de Mayo, en la capital federal, el más operativo. Suárez-Mason es el único alto jefe militar que se encuentra prófugo (huyó tras las elecciones democráticas de octubre de 1983), y ha sido degradado y expulsado del Ejército por su resistencia a presentarse ante la justicia.
Pacto de sangre
Cox, en su testimonio, recuerda cómo fue citado al despacho del almirante Eduardo Massera, entonces comandante en jefe de la Armada. En el antedespacho se apilaban editoriales del Buenos Aires Herald subrayados en rojo. "Massera salió de su despacho y, con una deslumbrante sonrisa, me puso las manos sobre los hombros".
Massera, sin perder su sonrisa gardeliana, le dijo: "Si usted menciona una vez más mi nombre en su periódico, lo voy a mandar adentro para siempre".
El testimonio que provocó un espeso silencio en la Cámara Federal de Apelaciones fue el de la doctora Adriana Calvo, profesora junto a su marido en la universidad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. El 4 de febrero de 1977 fue secuestrada en su domicilio estando embarazada de seis meses y medio. Atada y encapuchada, la doctora fue arrojada al suelo de un coche y trasladada a un chupadero de mujeres. Su marido desapareció en otro masculino. No fue torturada al nivel más alto, y relató los gritos desgarradores de otras presas que pasaban, por la sala de tormentos contigua a su celda.
Recordó ante el tribunal a Inés Ortega de Fossati, de 17 años, que suplicaba ayuda para dar a luz. Parió sobre una mesa de cocina, y su hijo, un varón, fue requisado por un coronel del Ejército. Madre e hijo no aparecieron jamás.
Cuando ella misma rompió aguas, requirió ayuda y la sacaron del chupadero en un Ford Falcon de la policía federal. Camino de Buenos Aires, paró el auto para que pudiera parir. Encapuchada y con las manos atadas a la espalda, sin ninguna ayuda, contoneando su cuerpo, pudo quitarse las bragas y dar a luz sobre el suelo. Sus escoltas ataron el cordón umbilical, sin cortarlo, con un trapo sucio. En los locales de una brigada policial utilizada también como chupadero la arrojaron a una habitación, donde un médico cortó el cordón umbilical y le hizo expulsar la placenta de un apretón. Inmediatamente después, desnuda y a cuatro patas, la obligaron a fregar el piso, ensuciado con sus propios humores.
Los abogados defensores declinaron cortésmente el privilegio de hacer cualquier pregunta.
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