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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El juicio del fin del mundo

EL GOBIERNO argentino del presidente Raúl Alfonsín siempre ha tenido, en sus cerca de dos años de mandato, una decidida intención de institucionalizar los usos y costumbres democráticos en una sociedad profundamente descreída y harto acostumbrada al intervencionismo militar y a sus excesos. Así, reformó el Código de Justicia Militar haciendo apelables las sentencias castrenses ante la jurisdicción ordinaria, equiparó la tortura al asesinato cualificado y estableció la exención penal de quien se rebela contra el rebelde a la Constitución, amparando jurídicamente la resistencia a hipotéticos y futuros golpes militares.La ley de Pacificación Nacional -una autoamnistía- dictada por la última Junta Militar, que presidió el general Bignone, fue derogada, y por orden directa de Alfonsín, en su calidad de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, se procesó a los nueve primeros triunviros de aquel proceso de reorganización nacional, entre ellos los ex presidentes tenientes generales Videla, Viola y Galtieri, y, en otra causa, a represores destacados por su ferocidad, como el general Camps, el contralmirante Chamorro, el capitán de corbeta Acosta o el teniente de navío Alfredo Astiz.

Entre otras cosas, ésta es la carga que hay que colocar en la balanza positiva de Raúl Alfonsín cuando, sin faltar a la verdad, se acusa a su Gobierno de haber permanecido indeciso, contradictorio e ineficaz en la lucha contra el desmoronamiento económico -más de un 2% de inflación diaria- que roe a la nación: el esfuerzo ético y moral por recuperar la decencia nacional perdida tras siete años de barbarie militar. Desde hace cerca de dos años en Argentina no existen presos políticos, no desaparecen las personas, no se tortura a los detenidos, no se conculcan las leyes desde el poder ni puede descubrirse la menor violación de los derechos del hombre consentida o amparada por las autoridades.

Los propios procesados en la principal causa que ahora se está viendo oralmente en Buenos Aires han disfrutado de todas las garantías legales, hasta el punto de que el Gobierno democrático se vio desfavorecido por el retraso que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas imprimió a la instrucción del sumario y se ha visto obligado a pasar la causa a la Cámara Federal de Apelaciones, en la jurisdicción civil.

El Gobierno se negó a un juicio político de las juntas llevado a cabo por el Congreso de la nación y ha sufrido la presión de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo y otras organizaciones de defensa de los derechos humanos reclamando juicios civiles, por el Código Penal y no el castrense, rápidos e individualizados. Alfonsín se inclinó desde el comienzo por un cuidadoso respeto a las garantías jurídicas de los encausados, aun a riesgo de soportar el desgaste político de un juicio de estas características, cuya vista oral ha comenzado tardíamente y cuya duración y peligrosidad institucional son impredecibles. En el envite jurídico va la supervivencia de la propia presidencia de la República: si los nueve triunviros resultaran absueltos o sentenciados a penas pequeñas y simbólicas, el hombre que firmó su procesamiento no duraría una semana en su despacho de la Casa Rosada.

Por lo demás, el proceso está sentenciado moralmente de antemano. Ni la mayoría de los argentinos ni cualquiera que haya seguido con alguna atención los últimos avatares de este castigado país tiene duda alguna de que la dictadura militar argentina organizó y desarrolló una represión antiterrorista homicida, indiscriminada y salvaje, basada en el terror sistematizado, la tortura a los detenidos y la desaparición de las personas. Tanto da si en el proceso se prueba un crimen o 30.000, por cuanto en el ánimo de todos está el convencimiento moral, más allá de toda duda, de la comisión de incontables atrocidades por la dictadura militar. El juicio de Buenos Aires, errónea e interesadamente calificado de Nuremberg criollo, carece de otro precedente que el proceso a los coroneles griegos después de la ocupación turca de Chipre. Con la diferencia de lo especialmente abominable de la represión argentina y de que por primera vez en la historia se juzga penalmente a tres ex presidentes consecutivos de una nación y a tres cúpulas completas de sus Fuerzas Armadas. El reto es enorme, y todo tipo de asechanzas aguardan al Gobierno constitucional.

El juicio es, en definitiva, un gran proceso en el fin del mundo contra la prepotencia del poder -civil o militar- y en reclamo del derecho como única muralla contra el extravío de la razón. Debería ser amparado por todos los ciudadanos libres del mundo. Sin embargo, en las bancadas de la Cámara Federal de Apelaciones de Buenos Aires sólo toman asiento dos solitarios observadores internacionales: representan a la Asociación Española de Defensa de los Derechos Humanos y a Amnistía Internacional.

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