Ovaciones para el gran ilusionista
Ronald Reagan tiene estos días no sólo a Washington sino al mundo entero por escenario. En la historia del teatro, ningún otro actor ha tenido semejante oportunidad de interpretar al bueno ante semejante audiencia. En contradicción a la teoría del distinguido filósofo Leo Durocher, el presidente ha demostrado que los buenos también pueden ganar, y que, enmendando la plana a la Biblia, la vida no termina sino que puede comenzar de nuevo a los 70 años. Reagan ha demostrado, además, algunas otras cosas: que el mundo de la ilusión es más popular que el brutal mundo de la realidad, y que la esperanza del éxito es casi tan poderosa como el éxito mismo. La multitud que puebla las calles nevadas está llena de críticos del presidente, pero ni sus adversarios le aborrecen de verdad. El demócrata Mario Cuomo, gobernador de Nueva York, proclamaba hace poco que la campaña de reelección presidencial había sido la más brillante de las gestas.
No falta quien dice que el de Reagan fue un triunfo de la televisión en un país que prefiere lo superficial a lo profundo, pero en las fiestas de celebración nadie estaba de acuerdo con esa teoría. Incluso los periódicos que se opusieron a Reagan sacan ahora ediciones extraordinarias para su inauguración proclamando sus virtudes.
Reagan es especialista en transgredir las reglas de la política y en salirse con la suya. Por ejemplo, casi se ha cargado la tradición de las conferencias de prensa presidenciales que los medios de difusión habían acunado durante medio siglo, y no intenta siquiera disimular sus preferencias por la televisión, sin que nadie se lo reproche.
Ningún líder mundial, ni quiera Churchill en sus grandes explosiones de ira, había tratado a los rusos como lo ha hecho Reagan, pero hasta sus más venenosos epítetos eran pronunciados con una sonrisa en los labios, y a diferencia de muchos de sus predecesores, no le guarda un especial rencor a los que le han criticado. Ha hecho lo que cualquier líder político debería hacer: llegar al poder atacando los puntos de vista de la oposición. No sólo criticó el Estado-providencia sino que llegó a convertir el término en algo desagadable. Atacó a los demócratas por su política tributaria de gasto desmesurado pero en su lugar ha hecho una política más derrochadora que cualquier otro presidente en la historia.
Pero ha reducido la inflación y en el día de su segunda inauguración 108 millones de norteamericanos tienen trabajo, la mitad de los cuales son mujeres. Es, sin embargo, en el campo de las relaciones personales donde ha obtenido mayores triunfos. Al contemplar al presidente y a su encantadora esposa la gente cree que lo más importante es el juego, que la vida puede ser maravillosa y que, en todo caso, si no hoy, algún día será realidad ese deseo.
Reagan ha cambiado el panorama espiritual de la nación, en contra y no a favor de la religiosidad de algunos de sus colaboradores. Ha puesto de moda la confianza y la esperanza, a veces de forma puramente ilusionista, e incluso ha hecho creer a algunos de sus críticos más escépticos que sus política económica y de defensa tenía alguna posibilidad de funcionar. Son muchos los que insisten en que lo que aquí se ha visto en los últimos cuatro años no ha sido una Administración competente, sino una serie de grandes representaciones que hacen sentirse bien a la opinión, hasta culminar en la espectacular segunda victoria presidencial.
Por el momento, no es grave que tengamos teatro en vez de gobierno. Lo que estremeció a la nación un día fue una vaga sensación de que el suelo temblaba y de que el horizonte tenía un color plomizo.
Reagan ha encendido la luz y puesto la música, y para esta parte del mundo eso parece por ahora más que suficiente. Hoy todavía entonamos el himno de "Arriba el jefe". Mañana será "Abajo con él", también como de ordinario.
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