_
_
_
_

Los últimos testigos de la vida de Ramón y Cajal

Acababan de dar las 22.10 horas aquel 17 de octubre de 1934 cuando el joven doctor Francisco Tello se encontró muerto a Santiago Ramón y Caja¡. Su cuerpo estaba caliente todavía, y mientras le cerraba los ojos de manera automática pensó que habría dejado' de existir unos momentos antes, tal vez en el mismo instante en que aparcaba el coche delante de la casa del premio Nobel, en el madrileño barrio de Cuatro Caminos.Y cuando ahora, 50 años después, este neumólogo de 75 años de edad, que vive retirado en Zaragoza, intenta evocar su estado de ánimo en aquellos momentos, no recuerda haber sentido ninguna emoción especial por ser la persona que cerró los párpados de Cajal, sino tan sólo una gran pena, porque "se había muerto una gran persona muy ligada a mi entorno familiar, que me había visto nacer y que, además, era un gran científico".

Más información
82 años de aventuras

Pero la muerte no le llegó a Cajal de improviso. Se había puesto enfermo en el verano. Sufría alteraciones digestivas y ninguno de los muchos especialistas que le visitaron lograron resolver el problema. El otoño agravó todavía más su delicado estado de salud. "Sabíamos que iba a suceder", recuerda Tello. "En aquella época, mi padre, Francisco Tello, que tenía una gran relación con él -ya que fue su primer discípulo permanente y posteriormente su sucesor en la dirección del Instituto de Higiene y del Instituto Cajal, entre otros- y por quien don Santiago sentía un gran afecto, lo visitaba diariamente y en cuanto llegaba a casa nos daba el parte: 'Pues hoy, está mejor' o 'Ha empeorado', comentaba".

"El día 17 lo había visto tan mal que pensaba que podría morirse en cualquier momento, y en cuanto llegó me dijo que fuera rápidamente a su casa, porque estaban las hijas solas con él, por si necesitaban que les ayudara en algo. Yo tenía entonces 25 años y era médico del Hospital Nacional de Enfermedades Infecciosas, pero no iba como médico, sino como amigo de la familia".

Así que el joven Tello coge rápidamente su auto, se dirige a la casa del premio Nobel español y entra directamente en la habitación donde agoniza Cajal. Y allí, apoyado en el quicio de la puerta, se encuentra al doctor Teófilo Hernando, el médico de cabecera, tan fuertemente emocionado por la gravedad del estado de Cajal que no se atrevía a entrar. "Tuve que empujarlo con cierta rudeza para que pasara, porque se resistía, y todavía después permaneció allí, al lado de la puerta, sin moverse".

Las hijas informan a Tello que su padre está muy mal y él sediri ge a la cabecera de la cama para comprobar cómo sigue. "Observé que no respiraba, así que destapé un poco la colcha, le ausculté el corazón y me encontré con que no latía: estaba muerto. Le cerré los ojos de manera automática, igual que había hecho con otros muchos enfermos en el transcurso de mi carrera profesional. Después se llamó por teléfono a sus otros hi jos, a mi padre y al resto de sus, co laboradores. La casa se llenó rápidamente de gente y le hicieron la mascarilla. Querían que fuese yo quien firmara el certificado de defunción, porque había sido quien había notificado su muerte, pero no quise. Pensé que debería hacerlo uno de los médicos que le habían asistido, así que lo firmó Jiménez Díaz".

"Él sabía que se moría de aquella enfermedad", indica el hijo del gran amigo de Cajal, mientras recuerda las cartas que_éste le escribía a su padre en aquella época diciendo: "Amigo Tello, esto se acaba, tengo muchos dolores, las diarreas no me dejan". Sin embargo, el factor que decidió su muerte fue, en opinión del neumólogo, sus 82 años de entonces, porque, dice, "82 años eran como 200 ahora. A mis 75 años me siento más joven que cuando don Santiago tenía 60. Él entonces decía siempre que estaba acabado, aunque lo cierto es que vivió más de 20 años y escribió mucho desde que empezara a decir que estaba viejo".

Aunque piensa que quien mejor ha descrito la vida de Cajal fue él mismo en el libro Recuerdos de mi vida, Tello destaca, "aparte de su labor histológica, que ha sido inconmensurable", su postura humana de humildad y rectitud, que despertaba admiración y cariño entre la gente. "A los extranjeros les chocaba mucho el respeto que inspiraba como sabio Cajal en España, algo que no ocurría con los científicos de los otros países". Pese a reconocer que esto se debía en gran parte al escaso número de científicos que hemos tenido, cree que esta actitud se producía fundamentalmente como respuesta al comportamiento extraordinario de Cajal.

Conversador brillante

Tello le recuerda como "una persona magnífica, muy buena. Un hombre tremendamente trabajador, que estaba totalmente abstraído en su trabajo. Tenía fama de huraño", dice, "pero lo que ocurría es que no le gustaba perder el tiempo. Y la mejor prueba de que no era huraño es que tenía una tertulia de café y era un conversador brillante".

"No era gente que se prodigara en las manifestaciones de amistad, pero tenía un gran sentido de las relaciones humanas", recuerda Dionisio Nieto, catedrático de Psiquiatría y neuropatólogo de la universidad de México, país al que se exilió al final de la guerra civil española.

Nieto conoció al premio Nobel español como director del Instituto Cajal, cuando se inauguró éste, en 1931. Allí, el joven discípulo, que tenía entonces 21 añós, investigaba en histología del sistema nervioso y patología cerebral, en el departamento de Neurobiología. "Trabajábamos con mucha independencia, aunque de cuando en cuando se le consultaba", indica este psiquiatra, que posteriormente, a través de la Junta de Ampliación de Estudios -que también presidía Cajal-, logró una beca para seguir investigando en Alemania. Y allí estaba precisamente cuando murió el científico, que, según su testimonio, "en los últimos años de su vida tenía gran preocupación de sufrir una esclerosis cerebral, pero nunca se le advirtieron síntomas de decadencia".

Luis Valenciano, psiquiatra de 79 años de edad, que vive en MurcÍa ya jubilado, fue alumno del científico español en la facultad de Medicina. Para Valenciano, aquél era el primer año de carrera, y para Cajal, el último de docencia, la última promoción a la que explicaba. Valenciano, que ha sido presidente de la Sociedad Española de Neuropsiquiatría, recuerda su contacto con Cajal durante aquel curso, en el que tenía 16 años. "Sólo con su figura nos imponía, y a ello había que añadir su voz algo monótona, su dicción algo brusca". Sin embargo las explicaciones del maestro eran claras y sencillas, de fácil comprensión; aunque Valenciano reconoce que "quizá no valorábamos suficientemente la importancia y la trascendencia de

Los últimos testigos de la vida de Ramón y Cajal

sus exposiciones, aunque sentíamos una gran admiración por él, que entonces ya había recibido el premio Moscú y posteriormente el Nobel de Medicina".Esta admiración hacia la valía reconocida por otros se hizo propia entre aquellos jóvenes estudiantes de Medicina a medida que avanzaban las clases, fundamentalmente a través de los dibujos que el famoso profesor improvisaba en la pizarra: "Nos maravillaba cuando salía al encerado y pintaba las neuronas, unos dibujos perfectos que nos dejaban mudos de asombro".

A esta misma promoción perteneció Rafael Méndez, un farmacólogo español exiliado en México, conocido por sus investigaciones sobre la digitalina. En aquella época sus alumnos lo recuerdan como un hombre "serio, ligeramente encorvado, poco comunicativo, pero muy cordial cuando se establecía contacto con él".

Pero tal vez sea Galo Leoz, el decano de los oftalmólogos españoles, con sus 105 años de edad, el único entre sus supervivientes del Nobel que conserva el recuerdo de un Cajal todavía joven y en pleno vigor físico e intelectual. "Yo soy el único discípulo de Cajal que queda vivo de los que estuvimos pegados a él y seguimos su trabajo", afirma el doctor Leoz, mientras recuerda que fue alumno suyo en la facultad de Medicina en los cursos primero y tercero, trabajando luego con él en el laboratorio y manteniendo posteriormente un contacto continuado hasta el final de su vida.

La estrechez económica

Lo conoció cuando empezó a enseñar histología, antes del Nobel, y afirma que ya entonces destacaba por su sencillez. "Se acercaba usted a él y nadie sabía quién era el estudiante y quién el profesor. Se daba todo entero a quien tenía al lado y lo necesitaba. Él fue mi mentor en los trabajos más difíciles".

En su opinión, la gran sencillez y disposición que le caracterizaban se acentuó todavía más cuando le concedieron el Nobel. "Se volvió más comunicativo, porque antes pasó momentos de verdadera estrechez económica, y a partir de entonces ya no tenía que preocuparse de las cosas materiales".

Galo Leoz interpreta la soledad del investigador como una renuncia libremente asumida a favor de la ciencia. "Durante una etapa de su vida tuvo una tertulia de café en donde se lo pasaba muy bien con sus amigos, pero se dio cuenta de que aquella amistad y aquellos buenos momentos le impedían dedicarse por entero a sus estudios, y él mismo dejó escrito que por eso lo mejor era no tener amigos, una conclusión que le resultó muy dolorosa". "Por eso", indica Leoz, "su vida era tan solitaria".

Y recuerda su entierro, "en plena revolución, que hasta vinieron dos motocicletas con ametralladoras para guardar el orden, y los estudiantes se llevaban el ataúd delante, de manera que no llegamos al cementerio hasta las nueve de la noche. Y el día siguiente al de su muerte, cuando abrieron el testamento, su colaborador y albacea Francisco Tello vio que junto al texto escrito a máquina había un mensaie hológrafo: 'He vivido en laico y quiero morir en laico. Si para mi muerte se consiguió la secularización de los cementerios, que me entierren en La Almudena, junto a mi mujer. Si no, que me entierren en el cementerio civil, junto a Azcárate".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_