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Tribuna
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Un año con Buñuel

Luis Buñuel murió hace poco más de un año en México y no es arriesgado decir que durante estos 13 meses sin él en España se ha hablado, escrito y visto su cine tanto o más que en el resto de la vida del por ahora único indiscutible de nuestros cineastas. Innumerables españoles conocieron su existencia, por los periódicos o la televisión, el mismo día que dejó de existir, y otros tantos vieron por vez primera alguna muestra de su obra después de este día y precisamente porque el cineasta ya no vivía.No es nueva, es muy vieja, la dieta de alimentos culturales que hace de España un país necrófago o, para endurecer el mendrugo, carroñero. Devora a sus mejores hombres después de muertos, casi tanto como los ignoró mientras vivieron. La profecía en la propia tierra es, en tierra española, coto privado de cadáveres, o, a la manera pancista, aquí abunda el éxito de los burros muertos con menús de cebada al alcance del rabo. De allí que nunca, como en los últimos 13 meses sin Buñuel, en España se estuvo tanto con Buñuel.

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Pero, y éste es otro vicio casero, se suele aquí resucitar al difunto más de boquilla que con hechos. Una vez bien enterados de su muerte, y vista en la pequeña pantalla a palo seco y sin advertencia alguna El ángel exterminador -película que dejó a la mayoría de los espectadores confundidos y en blanco, porque nadie les había preparado para recibir sin aviso el jarro de agua fría de uno de los filmes más complejos y crípticos de la historia del cine-, infinidad de españoles supieron que el primer gran homenaje a la obra de Buñuel no lo íbamos a organizar nosotros, sus compatriotas, sino los remotos ingleses en su televisión. De otra cosa que nos enteramos entonces es de que Francia y México homenajearon con celeridad al cineasta como a algo propio, y no sin fundamento.

Y, como tiro de gracia para el famoso orgullo nacional, la noticia de nuevas exequias culturales buñuelianas llega ahora de Italia, de la Mostra de Venecia: la obra completa de Luis Buñuel, junto a un largo documental sobre su vida, se está proyectando en la principal sección no oficial del festival. Uno a uno, los organizadores de la Mostra de Venecia han ido recopilando todos los filmes de este español, por ahora tan llorado, y pare usted de contar, en su patria Como estudiado en otros lugares del mundo.

No basta con reponer en unos pocos cines algunas de sus películas y organizar en la televisión un ciclo de protocolo de una parte de su obra para recuperar a Buñuel. Cuando murió Picasso aquí se descubrió con sonoros golpes de pecho su españolidad, pero sus cuadros se quedaron en Francia. Con la diferencia a peor de que de las películas, al contrario que de las pinturas, sí se pueden hacer copias. Otro tanto está ocurriendo con Buñuel. Cada día es por lo visto más nuestro, pero quienes realmente tienen ocasión de conocer a nuestro ilustre son, también por lo visto, los otros.

La muerte de su autor cierra, perfecciona y convierte en totalidad a su obra, que antes era todavía sólo una suma de partes. Trece meses después de su muerte, la visión de cada filme de Buñuel es necesariamente distinta de la de antes. Por ejemplo, hace poco TVE emitió -por cierto, incrustada en un ciclo de cine de terror norteamericano, lo que es un esfuerzo casamentero de Prado del Rey para unir en matrimonio al culo con las témporas- la prodigiosa Tierra sin pan. Aquella atroz y tierna combinación de imágenes sobre un estercolero de la historia de Occidente pasó a ser, de reflejo de la realidad, a realidad misma. La imaginación que hizo posible esta admirable película era ya tierra, polvo, estatua de sí misma, y había que verla con ojos nuevos para descubrir que su antigüedad se aproxima, con la muerte de su autor, a la frontera de lo eterno.

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