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Las sanciones por 'afeitado', ejemplar medida del Ministerio del Interior para erradicar el fraude

J. V. Pero ésta no es la única corruptela que padece la fiesta. Las caídas de los toros, que se repiten en todas las plazas y han constituido un auténtico escándalo durante la feria de San Isidro, son indicio de que, en los turbios entrebastidores del taurinismo, se vienen efectuando otras manipulaciones aún más graves que el afeitado.

La forma en que se producen las caídas de los toros, generalmente pocos minutos después de haber salido pujantes e íntegros del chiquero, la súbita debilidad general que parece aquejar a la res una vez transcurrido ese tiempo, su comportamiento atípico durante la lidia, hacen sospechar que se les administran drogas en los corrales.

Naturalmente, podría no ser cierta esta suposición, pero en cualquier caso, dada la magnitud del problema, se hace necesaria una investigación en profundidad, que seguramente no compete tanto a científicos como a las autoridades del Ministerio del Interior.

Hasta ahora, veterinarios y catedráticos han estudiado las causas de las caídas de los toros, pero sin llegar a resultados concluyentes, y mucho menos han podido ofrecer soluciones prácticas. Los taurinos profesionales, por su parte, ingenian argumentaciones insostenibles para justificar esas caídas, y mientras unas veces dicen que los toros se caen por bravos -porque se emplean, según su jerga-, otras explican que se caen por falta de casta, lo cual es una contradicción de base tan flagrante que avergonzaría a un parvulillo. En el cohno de su ingenuidad, han llegado a afirmar sin ningún rubor, como suprema demostración de que no hay fraude, que, si existiera, los mismos defraudadores lo confesarían.

Explicación racional

Ante al imposibilidad por parte de la ciencia de encontrar una explicación racional a las caídas de las reses (lo cual permite presumir que no se trata de cuestión patológica ni congénita), y ante las estrategias disuasorias de los taurinos profesionales, la sospecha del fraude adquiere cada vez mayor fundamento y es obligación urgente de la autoridad prevenirlo e investigarlo para su inmediata erradicación.

No ha de ser tarea difícil, pues los posibles interesados en que el fraude se produzca se determinan entre un reducido grupo de personas. En el supuesto de que un toro sea manipulado para restarle fuerza, los beneficiarios siempre serán los toreros a pie, los picadores o el propietario de la cuadra de caballos de picar. Y si ninguno de ellos tiene responsabilidad directa en la manipulación, quedan como posibles inductores o cómplices los apoderados, el ganadero, el empresario.

La fiesta de toros está llegando a su degeneración. En los últimos 40 años siempre tuvo etapas de crisis, invariablemente producidas por la presentación o el comportamiento de los toros. La preocupación permanente de cierta especie de taurinos es restar agresividad al toro, y en ello emplean su ingenio. En los años cuarenta, el afeitado, cuya vigencia continúa. Después, hacer pasar el utrero por cuatreño. Cuando esta corruptela quedó corregida en parte con el registro de nacimiento de las reses y el número marcado a fuego en la paletilla, se acentuó el afeitado. Ahora que la autoridad lo persigue con mayor firmeza que en anteriores épocas, está el debilitamiento del toro. Y quizá la droga.

Pero la degeneración no sólo se aprecia en el toro. La lidia misma jamás se hizo con tan burdos procedimientos. Los caballos de picar son percherones drogados también. La muerte del toro (o lo que queda de él) comienza con los alevosos puyazos traseros de los picadores, que destrozan zonas vitales del animal. No solamente ningún peón torea a una mano, como les está obligado, sino que, además, cada vez bregan peor. Los desastres del tercio de banderillas, que hace pocos años sólo se veían en festejos muy modestos o cuando salía el auténtico toro pregonao, ahora ya se ven en las corridas de tronío, protagonizados por subalternos que tienen oficio y frente a reses que apenas presentan dificultades. Finalmente, si aparece el toro que no es boyante, se dice de él que no sirve" y el matador, que carece de recursos para dominarlo, tiene con ello justificación suficiente para aliñar. El volapié ejecutado de cualquier manera y el bajonazo ya son norma, y los presidentes de cualquier plaza no tienen reparo alguno en conceder los máximos trofeos a quienes matan así.

Si las autoridades no toman conciencia de su responsabilidad ante el espectáculo taurino para reconducirlo a sus cauces de autenticidad, mediante la aplicación de las medidas sancionadoras que sean precisas, la fiesta de toros está perdida. En manos de taurinos y al aire de sus caprichos no tiene salvación.

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