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La gira europea del primer ministro surafricano

Botha, el 'halcón' que quiso aterrizar

En cualquier país del mundo, sin excluir España, Pieter Willem Botha ocuparía el escaño de la extrema derecha al fondo, y, sin embargo, el primer ministro se mueve en un país de una esclerosis tan particular que la sola virtud de un cierto realismo armado hasta los dientes lo sitúa en el centro geométrico del juego político surafricano.P. W. Botha tiene el perfecto currículo del halcón. Abandonó la universidad a los 20 años para convertirse en funcionario remunerado del Partido Nacional, la formación que mantiene el poder en Suráfrica desde 1948. Durante esos años, que le hicieron un profesional del aparato político, se transformó en el civil más militarizado del país. Anudó estrechos lazos con el estamento militar hasta hacerse un experto en las cosas de la guerra. Así llegó a la cartera de Defensa, puesto que ocupó durante 12 años y desde el que dirigió la invasión de Angola en 1974.

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Ese halcón, elegido para el cargo hace seis años, al amparo de una serie de circunstancias favorables, decidió un día tomar tierra.

La gran coyuntura se produjo en 1980 con la elección del actual presidente norteamericano, Ronald Reagan. La idea que del peligro comunista tienen ambos líderes occidentales es enormemente similar, aunque sus personalidades sean tan distintas. Allí donde Reagan se adivina como un hombre tolerante y flexible en lo personal, al que una cierta visión del mundo hace abrazar una: retórica de confrontación exterior, Botha es mucho más el calvinista de convicciones intocables que, con un mayor conocimiento del mundo inmediato, adopta una retórica relativamente flexible.

Si una primera mitad vista en negativo de Botha pudiera hallarse en Ronald Reagan, la otra la encontramos en Menájem Beguin. Al igual que el primer ministro israelí, que un -día accedió a abandonar el Sinaí para preservar lo fundamental de su botín, el líder surafricano ha ido creando las condiciones a lo largo de estos años para acolchar su modesto camino de Damasco.

La respetabilidad de la posición surafricana en el exterior sólo puede dársela el mundo occidental, y a ese fin se encamina la gira de Botha por varias naciones europeas. Pero esa respetabilidad exige movimiento en el frente racial, lo que se ha hecho creando cámaras alternativas para mestizos y asiáticos con el fin de desarticular una alianza de etnias marrones contra la minoría blanca, y aislar, a mayor abundamiento, a la gran mayoría negra, con la que entiende, incluso el verlighte (ilustrado) Botha, que todo reconocimiento entrañaría el fin de la nación boer.

P. W. Botha era el hombre para realizar esa política de defensa del Estado racista en la segunda línea del apartheid, porque, otra vez como Beguin ante el expansionismo israelí, sus credenciales eran impecables ante el grueso de la población afrikaneer, formada por los descendientes de los colonizadores holandeses. Nadie mejor que Botha para convencerles de la necesidad de "adaptarse o morir". Ese breve sacrificio lo ha obtenido ya por vía de referéndum del electorado anglo-boer, pero ni siquiera el realismo con los dientes apretados de Botha puede garantizar que el gran perjudicado, el pueblo negro bantú, esté dispuesto también a adaptarse. Y mucho menos a morir en el proceso.

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