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Tribuna
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Dos ciudades, dos Estados

Hay dos Estados dentro del Estado. Una ciudad oculta, subterránea, bajo la otra. El primer Estado, el visible, tiene sus autoridades, sus instituciones, su jerarquía, sus leyes. Los hombres y las mujeres que caminan por sus calles lo hacen como si ignoraran que bajo sus pies, en oscuras catacumbas, detrás de las fachadas blancas (como la Escuela de Mecánica, Jefatura Superior de Policía, Regimiento nº 9) un infierno minuciosamente dividido en círculos, como el de Dante, se desarrolla de manera implacable. (El infierno son los otros, dijo Sartre). Este otro Estado, autónomo, omnipotente, incontrolado, tiene también sus jerarquías, sus leyes, sus premios, sus castigos, sus autoridades. En la ciudad de arriba, los hombres trabajan, van al cine, compran conbatas y camisas, juegan el fútbol, ven televisión, escuchan la radio. En la de abajo, secreta, inconfesable, se viola a niñas de tres años frente a las madres amarradas a canlillas (en el estertor de la muerte), se arrancan brazos a serrucho, se introducen cucharas conectadas a electrodos en las vaginas de muchachas embarazadas.Es muy fácil decir que esta realidad correspondió a un país llamado Argentina, a un país llamado Uruguay, o El Salvador, o Guatemala, o Chile. Pero el periodista de Der Spiegel que interrogó a Ernesto Sábato sobre las razones que podían explicar que esa barbarie se produjera en un país tradicionalmente culto y civilizado se topó con una respuesta inobjetable: "¿Acaso eso no ocurrió también en la patria de Goethe y de Schiller, de Beethoven, Nietzsche, Kant y Heine? ¿No ocurrió en Vietnam?".

Es un lugar común afirmar que en nuestra época existe un desajuste entre el desarrollo técnico, científico y el social. A buen entendedor: tenemos ordenadores, vídeo, rayo láser, naves espaciales, sintetizadores, pero nuestra manera de vivir y de morir (o de matar) sigue siendo la misma, aunque los aparatos de los que nos servimos sean más sofisticados. En realidad, a lo largo de los 20 siglos de historia que llevamos, sólo podemos comprobar (y no constatar, aborrecible galicismo) cuatro o cinco grandes cambios de sensibilidad. Entre ellos no figura, para vergüenza colectiva, el abandono de la tortura, ni de la guerra, ni la eliminación del servicio militar, de los ejércitos.

La pregunta que me resulta más fascinante, a mí, neófita en antropología, sociología y psicología, como la mayor parte de los habitantes del globo, es precisamente la que concierne a ese desajuste entre el desarrollo técnico y la vida social. ¿Es posible que enviemos naves al espacio inconmensurable, y a los delincuentes a cárceles hacinadas, en las que la prevención del delito se convierte en un castigo que ni repara ni reeduca? Se podría decir que el ejemplo es grosero, por su antítesis exagerada. Sin embargo, revela un fenómeno característico de la segunda mitad de nuestro siglo: el desarrollo independiente y desconectado de unas disciplinas y otras. Al faltar un objetivo claro y preciso, ordenador, que dirija los objetivos de las distintas disciplinas y ciencias hacia un fin tenido por bueno para el hombre en general, es decir, al carecer de una filosofía y de una ética, los múltiples intereses de la sociedad y de los individuos se han disparado hacia la obtención del beneficio particular y privado como único fin.

El torturador no es un individuo

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aislado, un sádico y un maniático que disfruta enchufando un electrodo a la encía de un prisionero; es el integrante de un colectivo, la expresión de la psicología de grupo: un paso (imposible distinguir la frontera) más allá de los juerguistas que en una noche de borrachera violan a una mujer y al otro día se duchan, para ir al trabajo, y envían un ramo de flores a la mamá que cumple años.

Olvidar: en Berlín Occidental, en medio de las grandes tiendas, de las galerías de arte y de las higiénicas estaciones de metro, sólo hay un recuerdo de la guerra: una iglesia, la del kayser Guillermo, semidestruida. La consigna es olvidar. Por todas partes se escucha la misma consigna: olvidar. Olvidemos el Vietnam, el Gulag, olvidemos las cárceles franquistas, los-campos de concentración nazis, olvidemos las torturas en Argelia.

El sistema del olvido no parece haber sido muy eficaz. ¿No sería más conveniente recordar?

Más de uno, la noche del jueves 5 de abril, después de mirar el programa acerca de los desaparecidos en Argentina, ofrecido por el primer canal de Televisión Española, habrá recurrido, como yo, al valium, o habrá buscado, en su biblioteca, una novela rosa. ¿Cómo entender que una especie, la humana, capaz de construir catedrales, puentes, curar enfermedades y escribir poemas sea también la que serrucha brazos de detenidos, lanza prisioneros convertidos en pingajos desde aviones abiertos y viola niñas de tres años?

Enseñanza decimonónica

Tenemos una enseñanza decimonónica, en general -y no me refiero sólo a España-, que nos enseña a operar con quebrados y fracciones, pero no nos enseña a conocernos a nosotros mismos.

Aprendemos a analizar la cadenade aminoácidos, las guerras púnicas y la mitología griega, pero ignoramos cómo funcionan nuestros mecanismos de represión; aún más: ni siquiera sabemos qué cosa debemos reprimir de nosotros mismos. Conocemos el nombre de la capital de Afganistán, cosa que cualquier ordenador puede contestar, pero no sabemos cómo se genera la depresión, ni la mecánica del deseo, ni de la memoria, ni de la imaginación. No sabemos bajo qué condiciones un hombre más o menos honesto se convierte, de pronto, en un torturador.

Imágenes crueles

En Italia (no sé si el proyecto finalmente se llevó a cabo), un ayuntamiento propuso que en las escuelas se exhibieran documentales de los campos de concentración nazis. Es posible que, con el tiempo, los alumnos olvidarán cómo se resuelve una operación algebraica; es mucho más difícil creer que esas imágenes, con su crueldad inenarrable, desaparezcan en el desván del olvido.

Al final, los ordenadores multiplican, restan y dividen, entre otras cosas, conocen los nombres de todas las repúblicas africanas, pero son incapaces de evitar que 30.000 personas, en un solo país, mueran en medio de los más atroces dolores. Sólo en un país; en el mismo país en que Jorge Luis Borges escribió sus mejores historias.

Es común oír que "mejor no enterarse de los horrores que el hombre ha cometido a lo largo de la historia". Filosofía barata que esconde una enorme hipocresía: no queremos ver nuestro rostro reflejado en las víctimas, en los verdugos. Negar es la mejor forma de repetir. La historia no se compadece del olvido.

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