Escribir en España es llorar
Sus razones tendrán, sin duda, pero el caso es que han cogido carrerilla, En pocas semanas, los viejos, tediosos legados judiciales que dormían el sueño de los injustos, han salido a la superficie. Y los periodistas empiezan a desfilar en hispana fila por delante de los magistrados. Se llaman injurias, se llaman calumnias, se llaman desacatos..., digamos mejor, se llaman autos de procesamientos, se llaman calabozos, se llaman cárceles. Circunstancialmente llevan otros nombres civiles: Xavier Vinader, Javier Sánchez Erauskin, José Luis Morales, José María Sulleiro, Miguel Ángel Aguilar, Angelino Alejandre, José Félix Azurmendi, Ricardo Cid, Dionisio Giménez, Antonio Álvarez-Solís, Santiago Aroca, Manuel Durán..., ya condenados, y sumándose a la larga nómina de procesados hasta sumar la increíble cifra de más de 400. Al tiempo, otros compañeros son agredidos, completando el paisaje, y así se suman los nombres de Bernardo Pérez, Germán Gallego, Guillermo Armengol, Miguel Torres y Juan Echevarría. Todo un récord intolerable.Hubo un día -tal vez ustedes lo recuerden- en que toda la basca oficial se levantó para ovacionar a la Prensa. La Prensa había hecho lo suyo sin rajarse, y eso emocionó a muchos políticos; así son las cosas. Pero también lo había hecho antes, y también lo siguió haciendo después. Ahora, ese tipo de ovaciones ya no se estilan. Con lo que también escasea lo de no rajarse, y ustedes verán: entre la pudibundez de los consejos de administración, el espanto de algunos jefes y la diligencia de ciertos jueces, la valentía ha ido acercándose más y más a la categoría del heroísmo.
Hace unos años, algunos nos tomábamos esto un tanto a chirigota. Los había que coleccionaban citaciones. Había dos capítulos: el castrense y el civil. Se llegaba a cantidades muy coquetas, juntando todo. El humor -el fair play, si se prefiere- procedía del convencimiento de que aquello eran los coletazos de las viejas querencias represivas. "La situación heredada", que se diría ahora. A uno le llamaban a declarar, prestaba su testimonio y el asunto, por lo general, marchaba a reposar en algún cajón.
Pero ha resultado que no es nada gracioso. Porque ya son muchos años, y el pasado sigue empeñado en ejercer de presente. Y las denuncias se actualizan, se remozan y, lo que es peor, se aplican. Y ya tenemos a Javier Sánchez Erauskin en la cárcel. Acaba de estar Angelino Alejandre en Carabanchel. Y ya se encuentra Vinader en el penoso exilio. Y ya le toca a José Luis Morales contar los días de libertad que le quedan Nada de todo esto es gracioso: hay varias decenas de periodistas que remojamos nuestras barbas a la espera de que acaben de pelar, las de esta primera hornada de víctimas.
Sus razones tendrán, y las ignoramos. ¿A qué esta ofensiva extraña, este empeño por desplumar a marchas forzadas, esta ruptura del anterior statu quo? Habría que entrar en los vericuetos laberínticos del entramado judicial para saberlo, y tampoco es cosa de ponerse a investigar en toga ajena.
Pero, si ignoramos el sentido nos consta al menos la razón.
Todo empezó con algo que se llamó reforma y que, en el campo judicial, para no ser menos, entrañó el mantenimiento intacto de lo que había sido el aparato del franquismo. Ustedes perdonen que les hablemos de aquellas cosas tan feas, pero quisiéramos recordarles que el franquismo era algo más que un general, una señora con collares y un cirujano de armas tomar.
Era también un aparato político y, entre otras cosas no menos fácticas, un aparato judicial Ese aparato judicial era, de poco más o menos, este aparato judicial. La reforma no lo licenció. Ni siquiera, lo reformó. Se limitó a cambiarle la panoplia legal -algo- y a proclamar su independencia.
Esto de la independencia es una maravilla. Se dice que el poder judicial es independiente, pero no se precisa con el debido rigor de qué es independiente. ¿Del Gobierno?
Parece que sí. ¿Del control popular? Obvio. En cambio, no es independiente de los propios jueces, y eso es lo terrible. Porque los magistrados tienen su origen social, su ideología, sus querencias, su peculiar educación, su singular conciencia de lo que significa "orden", "buenas costumbres", "libertad de expresión". Muchos de ellos adquirieron ese bagaje al calor -al frío- del franquismo. Y podemos asegurar que no se desprendieron de él con las primeras luces del; alba del día 15 de junio del año 1977.
Los periodistas nos topamos así con una institución que está lejos de sintonizar con ciertas preocupaciones que rondan por nuestro oficio. Y, tal vez particularmente, con una: la de denunciar todo lo que la sociedad presuntamente democrática encierra de dictatorial, de caciquil, de corrupto, de antidemocrático.
No se trata de hacer una caracterización global y obligatoria de la judicatura. Jueces hay -proporciones aparte- para todos los gustos. Desde el que absuelve a la abortista con argumentos de impecable contenido social y solidario, al que, en rasgo de emocionante sinceridad, conserva el retrato de Franco en su despacho. Se trata de señalar un hecho: su falta de correspondencia con los postulados más elementales de una sociedad libre.
Un puñado de periodistas está sufriendo hoy en sus propias carnes las consecuencias de este hecho. Otros muchos pueden seguir su desdichada ruta.
Alguien tiene que plantearse si el cambio consiste en eso. Si las prometidas "nuevas sendas de libertad" incluyen la presencia de unos periodistas en la cárcel y la marcha de otros al triste exilio.
Este colectivo lo forman:
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