Uruguay no es España
Con motivo del Día del Libro recibí una invitación del rey Juan Carlos para asistir en el palacio de la Zarzuela a la ceremonia con que se celebra anualmente ese homenaje a las Letras. La invitación tenía para mí algo más que un sentido protocolario el mero reconocimiento a que he publicado 11 libros, muchos de ellos en España.En 1972 llegué a este país huyendo de la represión, del terror cotidiano que invadía las calles y las casas de Uruguay. Había perdido amigos -muertos o secuestrados- y alumnos -tiroteados en las aulas de la universidad o secuestrados en sus domicilios-; había perdido parientes, encerrados sin juicio en los campos de concentración del régimen. El único delito que se me podía atribuir era haber luchado, -con medios siempre pacíficos- por la justicia social y la libertad.En 1974, cuando hacía dos años que vivía en España, la dictadura uruguaya resolvió castigarme negándome el pasaporte, condenándome a la condición de apátrida. Era, bien mirado, un modestísímo castigo, si se piensa que hay muchachas de 16 años que perdieron la vida o fueron brutalmente torturadas sólo por repartir un panfleto. Entonces, en 1974, hubiera sido inútil intentar el refugio político en España, que no había suscrito la Convención de Ginebra acerca de los exiliados.De una manera ciertamente novelesca obtuve, sin embargo, en 1975, la nacionalidad española. No fue lo único que obtuve en este país: el Destino me deparó la inmensa desdicha de ser testigo de la ascensión del fascismo en Uruguay, pero también la enorme alegría de presenciar su derrota en España. Algo que no llegaron a ver muchos de los exiliados españoles que conocí en Montevideo y que murieron sin esa compensación, a pesar de que se la merecían.
Hace, pues, más de 10 años que no piso el suelo de mi país, que mis libros no se leen allí, como tampoco los de otros uruguayos de la diáspora. Por eso sentí como una delicada compensación del Destino el hecho de que el Rey me invitara al palacio de la Zarzuela: considerada como una enemiga por la dictadura de mi país, soy, en cambio, recibida como una amiga por el Rey de éste, que es también mi país. Son odios y amores de los cuales me siento orgullosa. Y no podía ser de otra manera, porque, como dijo mi admirado Ambrose Bierce, quien no tiene enemigos no puede tener amigos.
El Rey ha realizado, en estos días, el viaje a Uruguay que tantos exiliados añoramos y no podemos hacer. Es el mismo rey que ha entregado el premio Cervantes a Juan Carlos Onetti -el escritor uruguayo con quien la dictadura cometió la inaudita torpeza de encarcelarlo, no se sabe si en un acto de soberbia infinita o de absoluta ignorancia (las dictaduras latino americanas no sólo son inmensamente crueles, sino inmensámente ignorantes)- y el que me invitó a su palacio hace unos días.
Gregorio Álvarez, el militarpresidente de turno (los lectores. españoles han tenido ocasión de conocer el nombre de uno de los dictadores uruguayos, tan oscuros y anónimos que las agencias de noticias suelen ignorarlos), recibió a don Juan Carlos con entusiasmo y deseos de manipulación. Estos tristes dictadores, completamente desprestigiados, quisieran retirarse de escena (porque es seguro que los retirarán, entre la humillación y el escarnio) barnizados por alguna clase de reconocimiento público, de laurel.
Entre el invitado y el anfitrión se produjo un profundo desacuerdo, que las palabras de cortesía no alcanzaron a ocultar: el Rey quiso entrevistarse con los dirigentes de los partidos políticos; Gregorio Álvarez y la cúspide militar, en cambio, le habían preparado un asado en la estancia de un conocido latifundista de derecha: Gallinal. El Rey declinó esta invitación y, al fin, sólo salió ganando la carretera: fue reparada, con prisas, antes de la visita del monarca.
El rey Juan Carlos no comió asado con Gallinal, y los militares uruguayos habrán tenido que conformarse con pasear sus tanques fabricados en EE UU por la flamante carretera, como hacen con cualquier pretexto: los tanques son, en la vida interna de los países, lo que los misiles en la internacional: factores de disuasión.
Entusiasmado por el apoteósico recibimiento que el pueblo uruguayo brindó al Rey, Gregorio Álvarez, que nunca ha conseguido congregar más que déficit y desprecio, quiso sacar partido de la situación y estableció un delirante paralelismo entre la democracia española y el régimen que preside. Todavía debe de haber uruguayos que se estén riendo.Trágico panorama
Uruguay no es España por innumerables razones. Entre ellas, porque en Uruguay no hubo una guerra civil, sino un golpe de Estado; porque los españoles han refrendado afirmativamente una Constitución, mientras que en Uruguay los militares, luego de decretar la abolición de la vigente, presentaron la suya propia, que fue rechazada por el pueblo y, sin embargo, se mantuvieron en el poder, sin Constitución ni Parlamento. Uruguay no España porque Liber Seregni, uno de los candidatos a la presidencia, antes del golpe, continúa preso; porque hay rehenes en las mazmorras militares; porque no se conoce el paradero de cientos de desaparecidos; porque los ciudadanos no pueden expresarse con libertad; porque, según el grado de adhesión al régimen, la dictadura distingue a tres clases de uruguayos; porque los exiliados no pueden regresar sin riesgo de ser encarcelados y torturados salvajemente.
Porque en ninguno de los pocos diarios que la dictadura uruguaya no clausurá, porque en ninguna de las escasas revistas permitidas (esporádicamente cerradas), en ningún medio de comunicación, yo podría escribir este artículo, que suscribo, convencida de que el Rey ha sabido interpretar en el inmenso homenaje que le rindió el pueblo uruguayo, un tributo a la democracia española y al camino que eligió para superar el pasado.
Uruguay no es España, pero quiere serlo.
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